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Editorial: Apuntes sobre la compasión

Francisco habla sobre el aborto y muestra que la Iglesia puede ser un albergue, más que un tribunal.

EDITORIAL
los activistas que desde hace años defienden con argumentos sólidos y con cifras de respaldo el derecho de la mujer a decidir el destino de su cuerpo les habrá parecido retardatario –e incluso inútil, pues ellos no dependen de su autoridad ni de su orientación– el permiso que el papa Francisco concedió el martes pasado para que durante el llamado “año Santo” (entre el 8 de diciembre del 2015 y el 20 de noviembre del 2016) los sacerdotes del mundo se sientan llamados a perdonar el pecado de aborto “a quienes lo han practicado y que estén arrepentidos de corazón”.
Se trata, sin embargo, de una noticia que puede remover a las sociedades contemporáneas: a fin de cuentas, uno de cada seis habitantes del planeta ha sido bautizado en la Iglesia católica.
Como recordaba el teólogo de la liberación Leonardo Boff en una entrevista concedida a la BBC esta misma semana, “este Papa ha declarado claramente: ‘Yo no voy a dirigir la Iglesia por el poder, sino por el amor y la misericordia’ ”. Si Dios es definido por un amor incondicional y por una misericordia infinita, solamente un cristiano machista e inmisericorde puede ponerse por encima del drama de la mujer que, en medio del dolor y de las ansiedades de una vida, ha tomado la durísima decisión de interrumpir su embarazo: esa, sumada a su idea de que la realidad está por encima de las doctrinas, pareciera ser la lógica detrás de las nuevas declaraciones del pontífice.
Desde Argentina, como poniendo en escena el adagio aquel de que “nadie es profeta en su tierra”, suelen venir declaraciones de activistas sorprendidos porque el papa Francisco no decía las mismas cosas –es más: se cuenta, en tono de sospecha, que era implacable con el aborto y la homosexualidad– cuando era el obispo Bergoglio. Hasta finales del 2012 encabezaba la lucha frontal contra la sola posibilidad del aborto: “No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana”, declaraba. Su severidad era un hecho. En los círculos progresistas se teme, pues, que sus llamados al juicio implacable de los abusos de los sacerdotes y a la compasión por encima de cualquier consideración no sean producto de su comprensión del ser humano, sino de una estrategia para mejorar la imagen de la Iglesia.
Sea como sea, lo cierto es que el hecho de referirse al tema del aborto, así sea en términos de pecado y de arrepentimiento, es un paso gigantesco en el camino hacia una religión que no juzgue, sino que reciba y acompañe a sus fieles. Suele señalarse a la gente por su pasado, y usualmente fuera de contexto, de tal modo que se le cree a su presente un pesado manto de duda. Pero en el caso del papa Francisco, la verdad es que ha dedicado estos intensos años de apostolado a recordarnos a los seres humanos que el gran patrimonio del hombre es la compasión, que ponerse en el lugar de los otros es ejercicio que define y que rescata a la humanidad de sus peores fracasos.
Aquel “yo no soy quién para juzgar”, que pronunció a la hora de referirse al homosexualismo, es el mismo que ha pronunciado a la hora de hablar de las mujeres que han optado por el aborto: que una religión no sea un tribunal sino un albergue es, sin duda, una señal para la esperanza.
editorial@eltiempo.com
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