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A tiempo para rectificar

La contienda electoral que se aproxima no puede ser un eterno y agobiante cuadrilátero.

Editorial .
Faltan todavía algunos meses para que comience la contienda electoral, y ya se puede sentir un cansancio de la gente respecto a todo lo que rodea esta cita en las urnas. Suena paradójico, es cierto, pero el contenido del debate político –tal y como se evidenció esta semana en el Capitolio– ha sido tan deplorable en las primeras de cambio que logra agobiar. La visita de Francisco, con su mensaje tendiente a la reconciliación, a fomentar la cultura del encuentro para construir sobre lo que nos une, parece haber quedado atrás. La virulencia en las redes sociales, con toda su carga de odio, extremismo ciego e intolerancia, pero sobre todo con la paupérrima calidad que imprimen a cualquier discusión, ha echado raíces en el mundo de la política real. Y esta es una mala noticia.
Quienes desde todas las orillas –porque estamos ante un fenómeno en este sentido sí muy democrático– optan por los vituperios antes que por los argumentos y por la agresión antes que por la deliberación, deben saber que están siendo inferiores a la responsabilidad que como líderes les corresponde en este momento del país. Las broncas, que parecen extraídas de cualquier estanco, llenan los espacios que deberían estar dedicados a la búsqueda de salidas para los laberintos que hoy plantean la salud, el posconflicto o la economía, entre muchos otros temas vitales.
Además, dejan la duda respecto a si sus vehementes protagonistas menosprecian o simplemente desconocen la historia, falta en cualquiera de los dos casos imperdonable para quienes han llegado a tan altas posiciones. Lo anterior porque parecen empeñados en repetir aquellos dolorosos capítulos ocurridos en el siglo XX en los que feroces y desproporcionadas discusiones en el Capitolio atizaban la barbarie en los campos. Colombia, tristemente, sí que sabe de cómo la pugnacidad verbal de los líderes se puede convertir en combustible de máquinas de muerte.
No se trata de sugerir una ley del silencio, ni mucho menos. No se discute la importancia del parlamento –para regresar a lo sucedido esta semana– como institución responsable de ejercer control político y escenario de debate. Tampoco es un asunto de hacer oídos sordos y dar la espalda a los gravísimos escándalos de corrupción que han salido a flote en el último tiempo. Que quede claro.

La altura, el respeto mutuo, la propuesta seria, más que la voz altisonante, es lo que espera una nación de por sí polarizada que busca la pacificación.

Se trata, sí, de advertir el daño que causa a la democracia transformar valiosos hallazgos y rigurosas y bien documentadas denuncias en munición para una confrontación política en la cual la aniquilación del contendor parece ser más importante que la sanción a los que han cometido ilícitos; más trascendental, en suma, que el fortalecimiento de las instituciones. Se trata de rechazar que la confrontación se limite a los argumentos ad hominem o, dicho coloquialmente, a ‘dispararle al bulto’, perversa pero muy arraigada tendencia que hoy es norma. Esa de la que deriva el ‘mal de muchos, consuelo de tontos’, como desafortunada pero certera síntesis de lo que ocurre. Nadie gana cuando el ejercicio de lo político queda reducido a un candente intercambio de golpes en un cuadrilátero rodeado de barras tan enardecidas como desorientadas.
Y qué mejor prueba de ello que la manera como el ingrediente dramático del debate del martes desplazó su contenido. Hoy, los ecos de las airadas intervenciones aún retumban, los hashtags en Twitter derivados de los señalamientos personales, la gran mayoría sin pruebas y con tufillo clasista, aún son virales, mientras que lo planteado ya duerme el sueño de los justos. No dio pie ni a aclaraciones necesarias sobre acusaciones inquietantes ni a presión de la sociedad civil para que esto fuera insumo de investigaciones de los entes de control. Como debiera ser. Es necesario aquí hacer énfasis: lo más grave de esta tendencia a la confrontación barriobajera es que es un vector de desprestigio del que ninguno de sus protagonistas se escapa. Es una eficiente herramienta para, a la larga, banalizar eso que, como la corrupción en todas sus facetas, es absolutamente trascendental.
Puesto de otra forma: todo lo positivo que pueden traer las investigaciones que los congresistas hagan sobre los temas de los debates de control político termina perdiéndose en el ruido, diluyéndose en un torrente de calumnias y señalamientos. Lo mismo tiende a suceder con cualquier otro insumo de calidad que se le quiera aportar a la discusión sobre el futuro del país. En el caso puntual del Congreso, vemos cómo el control político le cede el paso al espectáculo, ese en el cual cuenta más el carisma –sin importar su tipo– que la sensatez. Cualidad que, pase lo que pase, jamás dejará de ser requisito para quienes aspiren a regir los destinos de un país.
La altura, el respeto mutuo, la propuesta seria, más que la voz altisonante, es lo que espera una nación de por sí polarizada y que busca la pacificación. Es una enorme responsabilidad de quienes aspiran a dirigir los destinos nacionales. Los candidatos están a tiempo de rectificar. De acordar, para bien de todos, elevar el debate. De cada uno de ellos depende qué país recibirán para gobernar.
editorial@eltiempo.com
Editorial .
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