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La empresa educativa

Los resultados de las Pruebas Pisa abren interrogantes en el modelo educativo en Colombia.

Yolanda Reyes
Al final de 2016, cuando estábamos pensando más en vacaciones que en exámenes, se revelaron los resultados de las Pruebas Pisa, esa competencia organizada por la Ocde cada tres años que hace temblar a los ministros e incluso a los presidentes de los países participantes. Es tal su impacto mediático que suele decirse, medio en broma y medio en serio, que el periodo ideal de un ministro de Educación debe ser menor de tres años, de modo que pueda posesionarse después de divulgados los resultados de “una Pisa” y renunciar antes de la divulgación de los siguientes.
Frente a unos resultados bastante predecibles en las muestras de los 73 países participantes y una tendencia al estancamiento que quizás indica que este mundo adolorido requiere de una apuesta educativa diferente, el desempeño de las muestras de los quinceañeros colombianos mostró una mejora numérica en lectura y ciencias que enorgulleció al presidente Santos. “Este es un paso clave en el propósito de convertirnos en el país mejor educado de América Latina en 2025”, declaró con esa seguridad que reduce la educación a sacar mejor nota que el vecino. “La gran mayoría de los países permanecen estancados y solo 20 por ciento mostró mejora. Colombia hace parte de este reducido grupo”, afirmó y completó su argumentación enumerando cifras y programas: 37 millones de textos escolares, 2 millones de computadores y tabletas, 22 millones de libros distribuidos en bibliotecas, 30.000 nuevas aulas del Plan Nacional de Infraestructura, Ser Pilo Paga y un largo etcétera.
Si bien es innegable la influencia de la educación en el desarrollo económico de las personas y de los países, lo cual la somete a las consideraciones de costo-beneficio que hoy regulan casi todas las actividades humanas, la propuesta educativa de un país no puede ser (no debe ser) un discurso numérico ni una competencia para “ganar”, sino una apuesta cultural, política y humana construida por una sociedad en un momento específico de su historia para imaginar a las nuevas generaciones y entregarles aquello que considera esencial, más allá de un sentido instrumental. En ese sentido, tiene mucho de sueño y conlleva una interpretación –o muchas interpretaciones, a veces contrapuestas– de los marcos éticos, de la historia, de los prejuicios, de los problemas y de los desafíos propios de ese país, en ese tiempo y en ese mundo del que hace parte.
Si los últimos resultados de Pisa no le importaron a este planeta del ‘brexit’, de Trump y de tantas guerras y crisis humanitarias, quizás es porque nos están revelando la crisis de un modelo educativo centrado en la competencia y en la globalización que vale la pena cuestionar. ¿De qué sirve que los adolescentes obtengan resultados sobresalientes en ciencias, matemáticas y lectura, si no logran calcular el impacto de sus decisiones electorales ni leer el dolor y la particularidad de los otros, ni asumir su responsabilidad en un mundo inequitativo y cruel, como el que se nos revela hoy?
En el caso específico de Colombia, en pleno posconflicto, necesitamos preguntarnos si bastan los puntajes de Pisa o de Ser Pilo o el eslogan de “la más educada” como apuesta de país. ¿Qué significa educar, aquí y ahora? ¿Podemos seguir manteniendo esta dicotomía entre la educación pública y la privada que nos ha segregado en castas? ¿Cuáles son las alternativas para salir de este modelo? ¿Cómo se refleja lo que somos y nuestro sueño de país en la forma como hablamos sobre educación? ¿Cómo pensar una cultura educativa más allá de puntajes, coberturas y adversarios a los que debemos derrotar? Esa es la discusión que requiere este país: la verdadera empresa educativa, en el sentido de acometida humana, para el periodo que comienza.
YOLANDA REYES
Yolanda Reyes
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