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En la fila de la pensión

Abuelos: así nos llamarán los funcionarios de Colpensiones cuando logremos llegar a la ventanilla.

Yolanda Reyes
“Así sea poquito, es fijo”, le dice un hombre con tapabocas a otro que hace pata de gallina, apoyado en su bastón, para descansar alternadamente los pies. Como el interlocutor parece haber perdido capacidad auditiva, todos nos enteramos de que uno fue celador y el otro, mesero; de las semanas que cotizó cada cual y de los días que les “aguanta” el salario mínimo. Acaban de conocerse y ya son mejores amigos, con esa confianza instantánea que florece en nuestras filas eternas y desmiente lo polarizados, malvados y odiosos que somos los colombianos.
Amigos en la adversidad: llevamos una hora en la fila y, al paso que vamos, nos espera otra más, por lo menos, así que nos vamos contando historias para matar el tiempo y nos ayudamos unos a otros. Nos damos la escasa información que tenemos, nos prestamos el esfero, nos revisamos los papeles con ese pánico nacional de perder horas de fila por falta de algún requisito, dejamos pasar a un señor en silla de ruedas para que llegue a la ventanilla preferencial –preferenciales deberían ser todas–, y le sonreímos a la señora que pide disculpas porque su nieto ha pisado varios callos mientras corretea entre un bosque de piernas.
Abuelos: así nos llamarán los funcionarios de Colpensiones cuando logremos llegar a la ventanilla, si es que llegamos. Al fin y al cabo, estamos ahí parados para notificarnos y reclamar la “pensión de vejez”, y aunque la expectativa de vida haya aumentado y las agencias de viajes nos seduzcan con planes dorados y la demografía vaticine que dentro de pocos años seremos muchos más que los niños, la pura verdad es que somos mayores que todos los funcionarios que (no) nos atienden. De repente me doy cuenta de que las medias antivárices están más de moda ahí que los leggings, que las iluminaciones plateadas en el pelo son ‘naturales’ y que las enfermedades son los temas-tendencia. ¿A qué horas pasó tanto tiempo?
Como soy nueva en el grupo, me voy enterando de los rituales, de los mejores horarios y de todo lo que debe saber un buen pensionado. Me cuentan que madrugar es peor, y me alivia saber, consuelo de bobos, que a las 8 de la mañana la fila le daba la vuelta a la esquina y que la semana pasada se quedó mucha gente por fuera. “No se le ocurra venir en quincena, y menos si es temporada de primas”, me recomienda alguien con más experiencia, y dice que solo tendré que venir las primeras veces; que luego –¡con otra radicación y más filas!– me harán transferencia bancaria, pero cada día trae su afán y hoy no quiero saber de nuevos trámites.
“Ni que fuera regalado” refunfuña una señora, abanicándose con la fotocopia de su cédula en medio del calor humano. Se me ocurre que quizás habría sido mejor no pasar tantos años pagando esa plata mensual, y me pregunto si es mejor volver otro día o no volver nunca más, y resignarme a perder los aportes. Y cuando ya me he enganchado en una charla colectiva sobre la corrupción nacional (que ahí sí duele aún más que los pies), llego a una mesa donde me piden “las dos manitos” (sic), para embadurnarme los diez deditos de tinta. Y me mandan a una nueva fila más larga, que es “para cobrar la pensión como tal” (sic).
No veo ningún senador, ni un representante ni un exministro en las filas. Ni siquiera, un candidato, y me imagino que sus pensiones se tramitan por otro lado. Se me ocurre que hacer fila en Colpensiones debería ser un trabajo de campo obligatorio para la formación de un político o “una experiencia”, como las llaman ahora. “No cuente la plata porque a la salida roban al que dé papaya”, me dice un señor con muletas, así que me encomiendo a la Providencia y salgo a la calle mirando para ambos lados, sin saber si podré volver el próximo mes.
YOLANDA REYES
Yolanda Reyes
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