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Como en cualquier 'banana republic'

Esta campaña presidencial de Estados Unidos parecía más digna de un paisito subdesarrollado del tercer mundo que de la primera potencia mundial.

Vladdo .
Empiezo esta columna con un problema: mientras la escribo, los estadounidenses están votando para elegir el menos peor de dos males, y cuando salga publicada, es probable que ya se sepa quién sucederá al carismático Barack Obama en la Casa Blanca.
Sin embargo, no podía dejar pasar esta ocasión para hablar de lo bajo que ha caído la política en la democracia más emblemática del planeta, que en esta carrera presidencial nos ha mostrado innumerables ejemplos de lo que no debería ocurrir en un país que pretende darle al resto del mundo lecciones de gobierno e institucionalidad.
Hace poco más de un siglo, cuando el escritor O. Barnes –seudónimo del tejano William Sydney Porter– acuñó el término banana republic para referirse a esos Estados de mentiras donde todo era informal, la ley no se respetaba y los gobernantes parecían sacados de una fábula, quizás no imaginó que en pleno siglo 21 ese término podría usarse para describir a la nación más poderosa de la Tierra.
Solo en una republiqueta de esas sería imaginable ver lo que vimos en los vulgares debates y los insustanciales discursos de esta campaña, más digna de un paisito subdesarrollado que de la primera potencia mundial; donde sus protagonistas, si no fuera por lo funestos que pueden llegar a ser en la vida real, serían dignos de cualquier trama craneada por Charles Chaplin o los hermanos Marx.
Hillary Clinton es una señora que –al mejor estilo de cualquier república bananera– heredó su poder y buena parte de su electorado de su marido expresidente. Dejando a un lado las irregularidades cometidas por la exsecretaria de Estado en el manejo de documentos oficiales utilizando servidores privados de correo electrónico, y sin juzgar sus capacidades, no es serio que un matrimonio quiera monopolizar la presidencia, como si se tratara de la administración de una finca o de una corporación.
Puede que a uno le caiga muy bien el señor Bill Clinton y le agradezca todo lo que ha hecho por Colombia, pero el hecho de que una familia pretenda convertir el gobierno de un país en feudo privado es sencillamente bochornoso. Si eso se veía mal en Argentina con la familia Kirchner y se ve mal en Nicaragua, donde el impresentable Daniel Ortega acaba de encaramar a su esposa como vicepresidenta, se ve peor en Estados Unidos, donde se habla tanto de igualdad, oportunidades, etcétera...
Aunque no es la primera vez que algo así ocurre en la tierra del Tío Sam –en la cual más de un clan familiar ha ostentado el poder por largos períodos–, eso no quiere decir que sea lo mejor para una democracia. En Colombia hemos visto las nefastas consecuencias de que unas pocas familias se adueñen del gobierno y otros espacios del poder, anomalía que por estos lares también se ha dado por encima de creencias o partidos políticos.
A su vez, Donald Trump, con su discurso machista, homofóbico, racista, xenófobo y populista, ha demostrado de sobra que no es el antídoto más apropiado para contrarrestar la endogamia clintoniana. El solo hecho de que una persona de sus calidades haya llegado a ser candidato presidencial debería avergonzar a cualquier país que se considere democrático.
Los excesos del excéntrico millonario han servido para comprobar que el enemigo número uno de Estados Unidos no está por fuera de sus fronteras, sino en sus propias entrañas. Esa amenaza llamada Trump es un engendro de la misma sociedad norteamericana; una mutación en pesadilla del sueño americano.
Más allá del resultado, no deja de ser paradójico que un país dizque desarrollado, cuya obsesión ha sido trasplantar a las buenas y a las malas la democracia por todo el mundo, haya tenido que escoger a su presidente entre dos figuras tan patéticas. Banana republic.
Vladdo .
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