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Verdad

La verdad es que el fin de la guerra no es el fin del horror, sino el principio de la solución.

 Habrá oído usted que está ocurriendo “el año de la paz”. Y se habrá preguntado, y más después de la alocución presidencial del miércoles, si ello significa que en este 2015 por fin va a acabarse la guerra a muerte con las Farc; el Eln va a reconocer que secuestrar no tiene contexto ni sentido ni grandeza; los paramilitares que cumplieron ya sus ocho años de pena alternativa, y están a punto de salir de las cárceles, van a conseguir acomodarse en una sociedad que todavía quiere pero aún no puede creer en sus leyes; los uribistas, que es una forma de decir “los terratenientes” –incluso, sí, los que no tienen tierra–, van a aceptar que no es necesario ponerse en ridículo para estar en desacuerdo; los santistas, que es una manera de llamar a “los rentistas”, van a descubrir que el pragmatismo es otro fundamentalismo cuando no lleva adentro algo semejante a la utopía, y los personajes secundarios, los jueces, los profesores y los narradores, al fin regresaremos del cinismo.
“El año de la paz” es el año de llamar las cosas por su nombre a pesar del miedo y la malicia.
Y la verdad es que el fin de la guerra no es el fin del horror, sino el principio de la solución. Y en esta Colombia rica pero pobre pero alegre, que en estos tiempos ha sonado a catástrofe, se ha estado usurpando, sometiendo, torturando, desplazando, asesinando, extorsionando, secuestrando, violando, desapareciendo, ninguneando, segregando, traficando, corrompiendo y vengando a diestra y a siniestra como si se tratara de una forma de vida, como si acabar con el vecino antes de que el vecino acabe con uno fuera un oficio más entre todos los oficios –y lo más sabio fuera acostumbrarse a la violencia, al sobresalto–, y “el año de la paz” tendría que ser entonces el año en el que dejó de ser normal decir “se ganó su mala muerte...”, fuimos capaces de convivir con los que condenamos, y tuvimos el estómago, y el sistema nervioso, para ir en el mismo bus con los que mataron a los padres y a los hijos con sevicia.
Qué más se puede hacer. Qué otra solución, que no sea la resignación ni sea la aniquilación, se le viene a usted a la cabeza.
Qué nos queda en este punto de Colombia si no es reconocer en voz alta, sin evasivas, sin adornos, la cultura tramposa, la barbarie: en nuestro suelo se dan bien los corruptos y los cabecillas.
Y ni siquiera estamos de acuerdo –y por eso Antanas Mockus marcha e insiste– en lo obvio: en que “la vida es sagrada”.
Paz es, repito, dejar atrás los eufemismos, los rodeos: un político que roba no es una redundancia, sino un hampón; un empresario que declara su temor a que a la Colombia del siglo XXI se la tome el comunismo del XX no es un lugar común, sino un embustero; un presidente que se inventa la reelección para quedarse en el poder, como un arrendatario que se cree el propietario, no es un redentor, sino un déspota; una exfuncionaria que se le esconde de la justicia en Panamá es una prófuga; un juez que cumple 75 días de darle la espalda a su trabajo no es juez sino parte; un candidato que se lanza a la alcaldía de una ciudad que desconoce no es un líder intrépido, sino otro oportunista; un procurador que no corrige el escalofriante elogio del paramilitarismo de cuando era un concejal sin pelos en la lengua no es un dirigente reflexivo, sino un peligroso e inescrupuloso aspirante a cualquier cosa.
Quizás “paz” tampoco sea la palabra, y sea un eufemismo de “justicia”. Tal vez “paz” sea dejar de hablar de paz. Y este año sea un año nuevo si, libres, al fin, de las retóricas de las guerrillas y de las derechas, podemos marchar de una buena vez contra esta mentalidad mafiosa que de lo contrario va a defraudar y a aniquilar y a repoblar el país hasta el apocalipsis.
Ricardo Silva Romero
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