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Una propuesta grande y ridícula

El país necesita una capital más aterrizada, que oxigene mejor.

Eduardo Escobar
Esta semana, en los ratos que me dejaba un libro que estoy terminando de escribir acerca de nada y de todo, a veces caía en el ocio sagrado de mi hamaca blanca y podrida de vieja, después del trabajo satisfactorio, una idea que al principio parecía banal como un helecho de caucho con mariposas de parafina en el follaje, pero que poco a poco de tanto volver me reveló su dorada grandeza.
Todas las ideas nos vienen del dios interior. Uno no tiene que ver. Uno es apenas el vehículo por el que discurren las ideas de ese dios como los electrones por el cableado eléctrico. Pero tiene derecho a discutirlas antes de adoptarlas por aquello del libre albedrío. La idea es ridícula. Dije. Pero, dijo él, le calza a un país ridículo. Que todo lo manosea.
Hasta la paz. Y hay una grandeza del ridículo. Como la que hizo glorioso a don Quijote.
Solo a don Quijote se le ocurre abandonar una casa modesta pero bien atendida, dije, para irse a rectificar el mundo con un chiflamicas por sombra y secretario, cuyas únicas riquezas eran un burro sin carácter que se iba con cualquiera y un carácter benévolo como de butifarra. Y en un caballo entero. Como es de peligroso.
Y mi dios interior: Como caballo Rocinante era malo. Pero como personaje de novela no le fue mal: cuenta entre los inmortales. Mi idea consiste en sembrar en el horizonte colectivo la necesidad de una nueva ciudad capital, como hicieron en Brasilia, que salve el país de Bogotá. Bogotá está demasiado cerca de las estrellas. El país necesita una capital más aterrizada, que oxigene mejor. Donde el Estado no sea una trinca de amigos de club con vínculos desde las chicherías de la colonia. No hay compromiso más duradero que una ciudad como objetivación de voluntades. Antiguamente se cantaban himnos a Apolo sobre la primera piedra. Y se inmolaba un niño de ñapa.
Y cómo se llamaría, pregunté, para distraerlo de la bárbara alusión al niño. Y él, después de una pausa larga como un bostezo dominical: la ciudad del posconflicto debe llamarse Ciudad Concordia. Estará en los llanos hacia el sur, junto a algún río (si no existe lo inventamos), que discurriendo nos lleve por una red de ríos hasta el de La Plata. A Bolívar le gustaba soñar con esas ridiculeces que la posteridad le cuenta como profecías de un gran destino. Con canales, centros del mundo, navegaciones heroicas. Y se les ocurren todavía a ciertas personas como ese señor cuyo nombre, aunque soy un dios, no recuerdo. De la estirpe de uno de Guasca que paró en Antioquia huyendo de la justicia después de una conjura contra Bolívar, cuando este tuvo que saltar en calzoncillos por una ventana, ladraron unos perros conocidos, y Manuela, la mujer del inglés, reconoció al venezolano Carujo... Etc. El cuento completo debe estar en el catálogo de algún museo. Bolívar fue un agente de los ingleses que le puso cuernos a un inglés, quise hacer un chiste. Los yanquis no lo querían por eso, dijo mi dios interior, que no le encontró la gracia. Bolívar no entendió lo de América para los americanos. Era el joven más rico de Venezuela, y masón y melancólico. No podía hacer otra cosa que una guerra ajena y perdida para defenderse de la melancolía. Y cuando las penas apretaban se ponía a bailar. O se quejaba: ay, ay. Como una costumbre.
Ciudad Concordia, me atreví, suena a pompa romántica. Tanto como nombrar Bolívar un barco para ir a dar la libertad a Grecia, que inventó la quimera, dije con humildad erudita. Y él: yo no sé si Bolívar quería tomar España después de libertar Cuba para concluir la tarea encomendada por la logia, como piensa tu teoría de la historia como conspiración que no sé de dónde sacaste porque mía no es. Pero sé que a Bolívar le hubiera gustado la idea de la Ciudad Concordia. Es tan torpe e irrealizable que parece bolivariana. Así reviró mi dios interior. Y se durmió silbando el himno nacional.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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