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Un sano debate

Ojalá las mediciones puedan enriquecerse con estos datos de la cruda realidad social del país.

El interés del Gobierno por alentar el mejoramiento de la calidad de la educación en todos los niveles ha comenzado a suscitar una discusión que el país necesita y que todavía parece tímida, en la medida en que las propuestas del Ministerio de Educación apenas generan reacciones de los más directamente interesados.
Todavía no hay debates de fondo en el Congreso, en los gremios económicos o en los conglomerados empresariales. Por primera vez en muchas décadas, el Plan de Desarrollo centró en la educación uno de los tres pilares del Gobierno, junto con la lucha por la equidad y la búsqueda de la paz.
Con este compromiso el Ministerio ha enfocado sus propuestas, y para el efecto ha desarrollado varias iniciativas: el programa ‘Ser pilo paga’, el índice sintético de calidad para básica y media, el sistema de educación terciaria, la jornada completa en los colegios públicos y, recientemente, el Mide, que califica la calidad de las universidades.
Cada una de estas iniciativas merece un análisis serio que permita mejorarlas con el tiempo, a la vez que validarlas y posibilitar que sean apropiadas por la comunidad educativa, de manera que su uso no sea el acatamiento a regañadientes de alguna medida transitoria, sino parte de una cultura incorporada en las instituciones por convicción de su conveniencia. Para conseguir esto se requiere algo más que un conjunto de reacciones de primer impacto, de modo que el debate entre el sector educativo y el resto de los sectores económicos y sociales permita hacer ajustes y, si fuera el caso, descartar aquellas propuestas que no demuestren su capacidad de impacto.
En el caso de la iniciativa de medir y ordenar en un ranking la calidad de la educación superior, se ha expresado un notorio malestar en relación con los propósitos y la metodología de la medición. Sin duda hay razones para la polémica, pues el universo de las instituciones es enormemente heterogéneo y, por tanto, muy difícil de homologar en un solo modelo. De hecho, la metodología comprende cuatro categorías, pero dentro de cada una aparecen nuevas diferenciaciones, que incluyen diferencias regionales y culturales que no se pueden despreciar, así como antigüedad, infraestructura y capacidad de pago de las familias.
El último factor, que no contempla la medición, tiene un peso enorme, pues es imposible comparar una institución con matrículas cuyo valor oscila entre el millón y medio de pesos por semestre y los tres millones, con otras cuyas matrículas están por encima de los siete millones y llegan hasta los quince. Seguramente introducir esta variable podría demostrar sorprendentes diferenciales de eficiencia, así como una completa imposibilidad de aspirar a conseguir estándares homogéneos de resultados. De igual manera, hay significativas diferencias entre lo que le cuesta un estudiante al Estado en las universidades públicas y lo que pagan en muchas universidades privadas.
Sin duda el país necesita mejores profesionales, y ello depende de tener muy buenas universidades, pero eso no se hace sin disponer de los recursos necesarios. Tampoco es posible lograr progresos significativos cuando la población estudiantil se distribuye de manera que los más pobres, con niveles muy inferiores de desarrollo académico al concluir su bachillerato, forzosamente tienen que ir a universidades de menor capacidad y desarrollo, pues en las mejores, incluyendo las públicas, son excluidos.
La comparación con otros países es importante para no quedarse contemplando el ombligo, como lo decía gráficamente la Ministra, pero eso también supone comparar cuánto invierten los otros países por estudiante, qué proporción de la matrícula es pública y cuánto vale ir a instituciones privadas en países como Estados Unidos. Ojalá las mediciones, siempre necesarias, puedan enriquecerse con estos datos de la cruda realidad social del país.
Francisco Cajiao
fcajiao11@gmail.com
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