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Un compromiso ineludible

Si uno se vuelve jefe de prensa hipoteca su independencia y congela su labor de periodista.

Vladdo
Nunca he sido amigo de alternar el trabajo periodístico con el de funcionario; así sea como congresista, diplomático, jefe de una oficina de comunicaciones o de un ministerio. En otras palabras, jamás me ha gustado esa puerta giratoria, aunque ha habido periodistas muy connotados de Colombia y del mundo que han ejercido cargos públicos, sin menoscabo de su idoneidad. De hecho, muchos de ellos toman esa etapa como una especie de ‘servicio militar’ que les hace algún aporte a sus vidas.
Por ejemplo, el mítico Ben Bradlee fue agregado de prensa en la embajada de Estados Unidos en París veinte años antes de convertirse, como editor general de The Washington Post, en uno de los artífices del escándalo de Watergate, que le costó la presidencia a Richard Nixon.
En Colombia, reconocidos periodistas como Mauricio Vargas, Ricardo Galán, María Jimena Duzán, Juan Carlos Iragorri, Fidel Cano, Paola Ochoa, Juan Gabriel Uribe, Alberto Casas o María Isabel Rueda, por citar unos cuantos, han pasado por la Presidencia, la diplomacia, los ministerios o el Congreso, luego de lo cual han regresado con su cúmulo de experiencias a las salas de redacción.
Hace cuatro años, un mes y una semana –horas después de posesionarse como alcalde de Bogotá–, Gustavo Petro me envió un mensaje privado por Twitter que decía: “Vladdo, sé que has visto con preocupación el tema de la articulación entre política, Estado y periodismo... No sé si te gustaría dirigir el tema de prensa y comunicación en el Distrito”.
Mi primera reacción ante ese peculiar ofrecimiento fue la sorpresa, pues, aunque yo lo había apoyado en su campaña, no lo hice a cambio de ninguna contraprestación, sino porque en esa época, luego del valor y la audacia que había demostrado en el Congreso de la República, creía que podría hacer una buena gestión desde el Palacio Liévano. (Con el paso del tiempo, yo –al igual que el resto de bogotanos– pude ver que ese estilo de hacer política, que le había dado tantos réditos a Petro en el Capitolio, poco le sirvió en la Alcaldía; pero esa es harina de otro costal).
No tuve que pensar demasiado antes de responderle por la misma vía al Alcalde, agradeciéndole su invitación, pero negándome de plano a trabajar a su lado. Al leer su mensaje pensé que después de veinticinco años buscándoles el lado flaco a los políticos, no podría terminar mi carrera defendiendo a uno de ellos; pues, no nos digamos mentiras, cuando uno se convierte en un jefe de prensa o de comunicaciones no solo hipoteca su credibilidad y su independencia, sino que mete al congelador su labor de periodista.
Como bien lo dijo –también en Twitter– el veterano Miguel Ángel Bastenier, del diario madrileño El País, “ser jefe de prensa de quien sea es tan legítimo como dirigir el New York Times, pero no es ejercicio del periodismo”.
En este punto debo decir que aunque no me llama la atención cruzar de ida y vuelta esa frontera entre periodismo y política, siento gran respeto por quienes lo hacen con el único interés de servir a su país o a su ciudad; sentimiento que no me inspiran aquellos comunicadores que posan de inmaculados, pero que por debajo de la mesa se convierten en voceros fletados no solo de burócratas, congresistas y empresarios, sino de organizaciones criminales de diversa índole o de personajes de dudosa reputación.
Cuando el Estado incumple y las instituciones flaquean y las autoridades delinquen y la justicia se corrompe y los ciudadanos temen, la confianza en la prensa no es un privilegio, sino un compromiso.
Y en este país, con niños muriendo de hambre, reservas forestales y páramos amenazados, empresas del Estado saqueadas, magistrados cuestionados y policías capturados, ese compromiso es más ineludible que nunca.
Vladdo
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