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Tu rostro mañana

¿De verdad importa tanto que sepamos quién y cómo era William Shakespeare? ¿No nos basta su poesía?

Mark Griffiths, un botánico inglés, acaba de entregarle al mundo un descubrimiento que estuvo puliendo en secreto por más de cinco años: el del verdadero rostro del escritor William Shakespeare, camuflado en la portada de un libro de finales del siglo XVI, el Herbario o Historia general de las plantas, de John Gerard. Ahí, cogido de una mazorca, con toga romana, se supone que está el único ‘retrato’ en vida del inmenso poeta.
El profesor Griffiths lo dedujo luego de descifrar un código secreto que él supone que está oculto en ese libro. Como si la figura de Shakespeare fuera allí un acertijo y una ecuación matemática, como si su nombre y su cara hubieran estado en la sombra para que alguien por fin los develara. “Es el descubrimiento literario del siglo”, ha dicho el editor de Griffiths, quien a su vez ha sido enfático: “Esto es álgebra, esto es Shakespeare”.
Todos los medios del mundo, aun la BBC, han dado la noticia como si fuera cierta, y algún periódico inglés la tituló como si fuera ya la novela de intrigas que está por venir, con su respectivo documental en el Discovery Channel: “El rostro de Shakespeare y el Código Tudor”. Los argumentos del profesor Griffiths no son menos delirantes ni menos truculentos, y la verdad es que con ellos uno podría asegurar que ese pobre romano que sale allí es Shakespeare, sí, pero también cualquier otro.
Casi como si fuera ese retrato hablado del ladrón boliviano que se ha hecho tan famoso en internet, Shakespeare sale con ojos, nariz y boca. Sí. Y tiene el pelo corto y un bigote ralo que parecería no ser suyo. Los expertos han dicho que ese no es Shakespeare; y esta vez puede que tengan la razón. ¿Por qué? Porque es imposible, dicen, que el bardo hubiera ayudado a Gerard en su libro y no se supiera ya. Porque las conjeturas de Griffiths son tan forzadas que indignarían al mismísimo Dan Brown.
Estamos ante un enigma que lleva ya muchos siglos y que se oscurece con cada nueva pieza que busca resolverlo: el enigma del nombre –y el hombre– de William Shakespeare, autor genial de su obra o testaferro del conde de Oxford o el conde de Derby. El hábil comerciante, quién sabe, o la máscara de Francis Bacon o de Christopher Marlowe. Una vez dijo Mark Twain: “Digamos que Shakespeare no existió y que quien escribió su obra fue un homónimo y un contemporáneo suyo”.
¿Cómo era en verdad el genio, quizás el mayor de todos los tiempos? ¿Quién fue ese poeta descomunal que cogió entre sus manos una lengua entera, la lengua inglesa, y la sopló como a un diente de león y la hizo mejor y le dio una lengua entera? Lo cierto es que nadie lo sabe bien. Ni siquiera quienes creen que sí y viven de eso. Porque leer a Shakespeare es un acto de fe; como en todos los casos, pero en el suyo más que en cualquier otro.
¿Fe en qué? Pues en eso: en la poesía. En la manera en que el mundo puede llegar a estar todo allí, nacer y morir y quedarse para siempre; ser las palabras que lo nombran y le dan sentido (o no), ser la imagen y el recuerdo de sí mismo, el cofre en el que ocurren sus días y sus noches. Como en el poema de Eliseo Diego: “Y nombraré las cosas, tan despacio / que cuando pierda el Paraíso de mi calle / y mis olvidos me la vuelvan sueño, / pueda llamarla de pronto con el alba...”.
¿De verdad importa tanto que sepamos quién y cómo era William Shakespeare? ¿No nos basta su poesía? Si cada nuevo rostro suyo que se descubre es siempre el de otro. Quizás por eso les hizo decir a Enrique IV y a Javier Marías: “Qué desgracia la mía recordar tu nombre, o conocer tu rostro mañana...”.
Palabras, palabras, palabras: eso es William Shakespeare, nada más. Y quienquiera que fuera, nadie las puso mejor. Esa es la cuestión.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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