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Tajadas

Otro logro colombiano: que la palabra 'prosperidad' le suene ahora a uno a 'corrupción'.

Ricardo Silva Romero
Es otro logro colombiano: que la palabra ‘prosperidad’ le suene ahora a uno a ‘corrupción’, a contratistas bigotudos frotándose las manos, a tajada; que la tal ‘Vía de la prosperidad’, que pretendía devolverles la vida a los pueblos que tenían futuro cuando el río Magdalena era navegable, sea más bien otro atajo a la quiebra, un monumento a la desvergüenza de los saqueadores a los que nos hemos resignado: “esto es inviable...”. Quizás lo peor de esta mala noticia, de esta enésima obra que se queda en ruina, sea que se supo que iba a serlo: desde el 2012 Cecilia Álvarez-Correa, la entonces ministra de Transporte, hizo todo lo que pudo –incluso llevó el caso a los medios, a la W, porque a dónde más– para que aquella licitación plagada de irregularidades fuera suspendida, pero nada pudo evitar que el gobernador del Magdalena la adjudicara.
Ni que la codicia de ciertos constructores educados en la descomposición se sumara al afán de ver resultados de un Vicepresidente que no soporta que en Colombia la parálisis sea un hábito. Ni que –como reveló Planeación Nacional esta semana– se pagara un anticipo de 64.000 millones de pesos antes de definir la parte legal. Y empezara a trabajarse en la vía sin terminar todos los diseños, sin precisar todos los tramos, sin definir todos los predios, sin obtener todas las licencias, sin hojear todos los estudios. Y los planes se enmarañaran, se entutelaran como siempre: así ha sido y así es. Y en el 20 por ciento de la obra se gastaran 168.000 millones de los 466.000 millones de su presupuesto. Se está acabando la plata de la ‘Vía de la prosperidad’: acá ni siquiera hay que inventarse los chistes.
Si este lunes Álvarez-Correa subió a YouTube un video en el que reconoce que el tiempo le ha dado la razón –y la tal vía ha sido el fracaso que predijo– es porque de alguna manera tendremos que escuchar lo que ha estado pasando con nuestro dinero, de algún modo tendremos que caer en cuenta de lo perverso que ha sido dar por sentada la corrupción aquí en Colombia. Ah, los ciudadanos que repiten sin sobresaltos la frase “ese acueducto se lo han robado ya diecisiete veces”. Ah, los contratistas que aprovechan que estos escándalos son tan técnicos, que esta no es la corrupción en el sistema de salud, que se ve porque termina en enfermos muriéndose en los pasillos de las salas de urgencias, sino esta podredumbre entramada en el día a día que nadie tiene tiempo de explicar ni de entender: solo de padecer.
De alguna forma tendremos que enterarnos de que, pese a las revelaciones de los medios y a los llamados de las agremiaciones, y entre las sinuosas advertencias de los organismos de control, ciertos constructores han montado esta gran estafa con los políticos enquistados en los gobiernos regionales: ah, las tales adiciones; ah, el presupuesto billonario que se acaba cuando apenas se ha rehabilitado una tercera parte de una vía diseñada para engordar al monstruo de la corrupción; ah, el siempre postergado, siempre abandonado “deprimido de la 94”: acá ni siquiera hay que inventarse los chistes.
De algún modo, así sea a punta de videos de YouTube, tendremos que portarnos como extranjeros. Tengo, en Bogotá, un amigo guatemalteco que no entiende por qué un expresidente no le acepta a un presidente una reunión para hablar sobre la paz, ni por qué los dueños de los camiones mandan a los camioneros a la guerra, ni por qué 230.000 muertos son beneficiarios del Sisbén: hace algunos años, cuando el curador urbano le cobró cierta plata extra por darle el permiso para remodelar su casa (“lo mío serían 20 millones”, le dijo), mi extrañado amigo no solo le preguntó “cómo así”, sino que no lo hizo, y todo porque nada que se vuelve colombiano.
Ricardo Silva Romero
Ricardo Silva Romero
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