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Una capital troglodita

Bogotá es un caos, una urbe mal planificada, una pesadilla cotidiana para los que vivimos en ella.

Bogotá está al borde del colapso total. Cien mil carros se suman cada año a los ya existentes, una cifra aterradora cuando no hacen ni un kilómetro nuevo para ampliar vías. Con la plata de las valorizaciones, lo único que vimos terminado es el puente de la 100, que no soluciona mucho porque no lo complementaron ni lo pensaron bien.
Otros dineros que cobraron por el mismo concepto están guardados o perdidos, sin que quienes pagaron hayan visto compensado el fruto de su esfuerzo económico.
Bogotá es un caos, una urbe mal planificada, una pesadilla cotidiana para los que vivimos en esta ciudad, a la que no se le ve salida.
Cada alcalde viene con su receta bajo el brazo y como es casi imposible conseguir que en cuatro años puedan aprobar un gran proyecto, sacar la licitación, adjudicarla, lograr el visto bueno del Gobierno Nacional, pasar el control de altas cortes e ías y que los constructores no sean ineptos o corruptos, además de que muchas veces el siguiente revierte lo ya planeado, las esperanzas de ver un desarrollo de envergadura son nulas.
Petro propone ahora, por ejemplo, un tren ligero por la 7a., idea atractiva y más lógica que el desbordado TransMilenio. Pero habría que empalmarlo con las nuevas rutas de TransMilenio que se están terminando y eso, según los expertos, resulta muy difícil. Lo que tampoco tendría sentido sería renunciar a un medio de transporte limpio, que lleva más gente que los buses rojos, solo porque lo pensaron mal hace tiempo.
Lo mismo que el metro. No hay derecho que aún no hayan comenzado la primera línea de una red subterránea que debería tener varios ramales en el futuro. Y es indignante que personas como Enrique Peñalosa (al que voté), que viajan por el mundo, sigan tergiversando cifras y datos para intentar convencer a incautos de que TransMilenio es un transporte superior a los vagones de metro.
Como tampoco tiene justificación que apelen al elevado costo de construirlo y mantenerlo para rechazarlo. No suman el tiempo que perdemos en llegar a cualquier lado los ciudadanos de a pie, que ni tenemos caravanas de escolta ni policías que nos abran paso; las horas gastadas en interminables trancones, la espera para abordar un bus de TransMilenio porque todos llegan repletos y el estrés que todo eso nos causa. Para que se hagan una idea los detractores, en hora pico, en Madrid, un metro que tiene seis vagones con una capacidad muy superior a los buses, pasa cada dos minutos exactos. ¿Me van a decir que esa rapidez puede superarla TransMilenio? Quienes sostienen esa teoría es porque, sencillamente, nunca subieron a un bus en las horas de mayor afluencia.
Yo perdí la esperanza de subirme a un metro en Bogotá, no me alcanzará la edad, como más de un camionero se habrá muerto esperando atravesar el túnel de La Línea.
Al margen de la falta de criterios firmes, de pensar en grande, tenemos un problema enorme con la ingeniería colombiana y con las uniones temporales, como prueban, por ejemplo, los incontables huecos. Lo habitual es que construyan mal, que entreguen tarde, que las obras se dañen y que los diseños tengan errores garrafales, cuando no se roban la plata.
Si queremos tener algún día un metro y si aspiramos a ver trenes ligeros en esta capital, estoy segura de que los que vivimos en Bogotá votaríamos por adjudicar su construcción a dedo a una experimentada empresa japonesa, que conoce lo que hace, está acostumbrada a terrenos complejos y no aspira a nada distinto a entregar un buen trabajo en el tiempo convenido. Porque si seguimos con el sistema actual, el crecimiento de la ciudad, tanto en residentes como en carros, terminará por engullirnos.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
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