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Rodríguez Tosca

Su imagen es imborrable: de cachucha, una eterna sonrisa y un ojo siguiendo las estrellas.

Alfonso Carvajal-
Uno es de donde vive, y la patria siempre será el lenguaje, expresó Rilke, y Alberto Rodríguez Tosca siguió fielmente esta premisa poética. En 1994 abandonó Cuba y se instaló en Bogotá, ciudad que lo acogió cariñosamente como a uno de sus ciudadanos más anónimos. En su travesía de 20 años en Colombia, fue un feliz indocumentado. Tal vez por pereza a los engorrosos trámites burocráticos, prefirió esta honrosa marginalidad. Nunca habló mal de Cuba ni de nadie; lo embargaba la timidez o una dignidad silenciosa. Su imagen es imborrable: de cachucha, una eterna sonrisa y un ojo siguiendo las estrellas.
Aunque estudió dirección de cine, radio y televisión en el ISA de La Habana, dedicó sus mejores y peores días a la palabra en los géneros de la narrativa, el ensayo y especialmente la poesía. Entre sus libros se destacan 'Todas las jaurías del rey', 'El viaje', 'Escrito sobre el hielo' y 'Derrotas', que ganó el Premio Nacional de Poesía en Cuba. Fue promiscuo a las derrotas, que enaltece su trasegar artístico, allí encontró el rostro deforme de los inconformes: “Aquí comienza la enumeración de mis derrotas. Las que me propiné me propinaron. Les ordeno marchar en fila india como bestias marcadas con broquetas de azufre a la vista de una horda de ángeles”.
Fue director del taller literario Anábasis, que en griego significa “viaje al interior”; profesor de universidad, conductor de radio, y consideraba a la literatura “como una ladrona loca que sin pedir permiso se nos metió en la casa para robarnos lo poquito de cordura que nos quedaba en la cabeza”.
Hace unos meses se metió en su caverna a morir, de tristeza y alcohol. Vaya uno a saber los designios interiores de cada uno. Un día, su amiga Claudia Antonia Arcila lo rescató, pero ya era tarde. Tenía una cirrosis irremediable. Fue trasladado a Cuba, donde murió en paz. Su amiga Luz Dary Peña lo acompañó en este último periplo. Sus cenizas fueron regadas en el parque Nacional y en su pueblo natal, Artemisa. Estos versos parecen delatar su destino: “Y luego volver a casa acostarme en el suelo con una botella de vino entre las piernas y aguardar el rostro del desconocido en la ventana para señalarme en el reloj de arena los desmanes del día y la hora de morir”. Entre dos orillas habitó su corazón, que pidió despedir a todas las plañideras y no llegar tarde a la última cita.
Alfonso Carvajal
Alfonso Carvajal-
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