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Farc

Es lo que desde siempre se ha llamado “hacer el bobo”. Se grita, primero que todo, “son tiempos de paz”. Se habla de sentarse a dialogar, a pesar de las evidencias, con la guerrilla más obsoleta, más cruel, más obtusa de la que se tenga memoria: las Farc. Se dice luego que es una oportunidad histórica para pasar la página de una época en la que las ideas fueron sometidas por las ideologías, en la que ‘izquierda’ fue para algunos una mala palabra, en la que llegaron a justificarse los peores actos de barbarie (“lo torturaron en las caballerizas del norte”, “la empalaron en la segunda masacre del pueblo”, “estuvo secuestrado durante más de diecisiete años” fueron frases posibles) e incluso el Estado prefirió la venganza a la justicia.
Sigue, en el rito tonto de la paz, que “Colombia” se pone de acuerdo con “los subversivos” para empezar el fin de la guerra. Hay cierta esperanza, cierta desazón. En el horizonte colombiano, que suele ser un alambrado que dice “no pase”, se ve una sociedad a punto de reconocer que es la autora de su propia historia. Y se acepta la verdad: que en un país de 48 millones de habitantes la guerrilla es una minoría que sólo se representa a sí misma, que ese jefe extraviado en la guerra fría, ‘Timochenko’, no debería aparecer en las primeras planas sino en las páginas judiciales, y que resulta vergonzoso esto de haberse acercado a un armisticio en la decadencia de ambas partes.
Pero que “es mejor tarde que nunca”: que esta puede ser “la última oportunidad” para responderle al mundo que Colombia no quiere seguir siendo un duelo entre hijos legítimos e hijos ilegítimos.
Se recuerda entonces que será el sentido común, no el exterminio, lo que cierre este interminable capítulo de nuestra historia, lo que calle, por fin, esta terca llamada de la violencia. Se agita la bandera blanca. Se pone de ejemplo el caso de Sudáfrica, se cita la parábola de Irlanda. Se pone a hablar a los dueños de la reconciliación, desde el gratuito Juanes hasta el altivo Bono, de la importancia de la compasión. Se aplaza la pregunta de si tendremos el estómago para ponernos en los zapatos de los victimarios, de si podremos recibir a quienes vuelvan de esa guerra. Se negocia. Se sigue negociando. Se pide más paciencia cuando todo parece indicar que el proceso no sobrevivirá a la necedad de los unos ni a la ansiedad de los otros.
Y apenas llegan las elecciones, cuando la popularidad del gobierno –que es un reloj de arena en las últimas– sólo puede ser salvada por una clasificación al mundial de fútbol, el vano presidente de turno sale indignado a gritar “las Farc no se van a burlar de Colombia”, “no son tiempos de paz”, “no más”.
Qué pérdida de tiempo. Qué farsa. Qué parecido a la estupidez eso de darse cuenta un año después de que las Farc son las Farc: los reclutadores de 1.346 niños, los asoladores inclementes de Tumaco, la empresa orgullosa por haber “disciplinado” a tantas mujeres. Quizás sea el momento de decirle al presidente Santos, en sus propias palabras, que “el tal proceso de paz” sí existe; que, ya que nos metió en esto de nuevo, no pierda el valor de resolverlo de verdad; que no permita que la cruzada por la maldita reelección nos ponga a dar otra “vuelta al bobo”. Ya estamos de nuevo en el punto de la campaña en el que se habla de no hablar más con la guerrilla como sacando del aire una telenovela que se está quedando sin audiencia. Ninguna de las dos partes parece capaz de reconocer su propia inoperancia, su propia incapacidad para ir de la teoría a la práctica. Y el siguiente paso es el ridículo.
Pero quién dijo que estamos condenados a lo mismo, quién dijo que no se puede ser responsable y quién dijo que hay que reelegirse.
Ricardo Silva Romero
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