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Esclavitud

Al cierre de esta edición estaban todos oficialmente en campaña, pero ninguno se había puesto aún en la penosa tarea de tener a la mano una respuesta clara a la pregunta de para qué quiere el poder. El agotador e inagotable expresidente Uribe presentó en Santa Marta el plan de trabajo que seguirá en adelante. El vicepresidente Garzón reconoció por fin que está pensando en lanzarse a la alcaldía de Bogotá o a la de Cali: la que esté más a la mano. El senador Barreras confesó que dejará pronto su cargo para encabezar la expedición que buscará la reelección del presidente Santos. El ministro Vargas Lleras negó estar interesado en volver al Congreso, pero se encogió de hombros ante su destino: volver. El Partido Liberal, el Partido Conservador, el Polo Democrático: todos pusieron sus manoseadas cartas sobre la mesa. Pero, al cierre de esta edición, ninguno había considerado oportuno revelar con precisión -como las buenas historias: en una sola frase- qué diablos pretende hacer con el poder.
No es nunca una mala pregunta: para qué. Pero quizás no se hace tanto porque en un principio suena obvia, superada. Yo respondo que escribo en vilo para que alguien más haga paréntesis: para que algún otro pare, despeje lo que piense o lo que crea o lo que sienta, y luego siga. Pero para qué, aparte de "para tenerlo", quieren el poder los que lo quieren.
Se dice que hace unos días el presidente Santos sentó a sus ministros a ver la película perfecta: Lincoln. Que es una pieza de cámara exigente, emocionante y hermosa. Y que no solo logra retratar como a un hombre terco, bueno y dramático al icónico presidente de Estados Unidos, sino que, gracias al relato inclemente de cómo en enero de 1865 se engatusó y se sobornó y se conquistó a una buena parte del Congreso para que la esclavitud fuera por fin prohibida por la ley, consigue preguntarse frente a su auditorio si todo se reduce a ponerle la cara al tiempo en el que se nació, si en verdad se tiene "el poder" -o simplemente la facultad de violentar- cuando no se representa a nadie ni se logra hablar de frente con la sociedad, si el largo viaje de un pueblo a la igualdad depende, como la pobre Blanche DuBois, de la bondad de los extraños.
En fin. Que ojalá también la vean el Procurador que se ha valido de su cargo para preservar las jerarquías e intimidar a los que no se le parezcan, la Contralora que ha aprovechado su silla para amedrentar a un par de periodistas que se han atrevido a cuestionarla, el Alcalde que no ha podido lograr que su gestión no parezca una venganza: todos. Que ojalá la vean de nuevo, a una hora de la tarde en la que no se duerman, todos estos candidatos profesionales que van por ahí con el sentido común de la realeza, que se hacen matar por los menos desfavorecidos y no saben bien a qué lanzarse ni mucho menos para qué, pero no ven la hora de comenzar ya su campaña. Ojalá que a la salida del cine, que siempre es un golpe de luz, "atajar al santismo" o "convertir al uribismo en la fuerza número uno" les suene a poca cosa: a estar haciendo mucho para nada. Ojalá.
Yo entendí, de Lincoln, que la arrogancia no sabe leer: que estamos siempre expuestos a los complejos de unos cuantos, que no es nada fácil que un hombre que solo ve desde lo alto pueda pensar el mundo vida a vida, que ni "izquierda" ni "derecha" son insultos, ni mucho menos "centro" significa "superior". Eso vi. Eso pude ver. Eso quise ver. Y, a la espera de que ya en plena campaña alguno de estos se pare a hablar en serio de las desigualdades que comienzan por la educación o del desequilibro político que conduce a una vejez sin horas extras, salí del teatro con la sensación de que aún hoy tiene sentido llegar al poder si la idea es abolir la esclavitud.
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