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Toreadores

Adiós, corridas de toros. Si no las liquida el próximo fallo de la Corte Constitucional, pronto morirán de viejas.

Creo que hay que burlarse de las corridas de toros. Creo que hay que protestar contra ese rito decadente que está cumpliendo siglos, así se esté muriendo solo, porque una marcha es un triunfo sobre la violencia. Puestos a escoger, hay que ir por el toro. Pero sobre todo hay que reírse de aquellos patriarcas criollos, más españoles que España, ala, que no tuvieron paz estos últimos cuatro años por culpa del cierre de la plaza de la Santamaría: es una buena noticia el fin de cualquier espectáculo que restaure las jerarquías del siglo XIX –y eso se fue volviendo ir a toros– y se valga de la vida de un animal para poner en escena cierta victoria sobre la muerte: “el holocausto a un dios desconocido”. Adiós, corridas de toros. Si no las liquida el próximo fallo de la Corte Constitucional, que antes las defendió por ser una cultura pero después las criticó por rancias, por desfallecidas, pronto morirán de viejas.
Qué tontería tan digna de hoy, que hoy no hay ideas sino turbas, eso de acudir a la violencia para criticar el regreso de las corridas a la Santamaría. Qué innecesario lanzarles pintura roja, orines, escupitajos a sus aficionados. Qué soberbio decretar peores, sin asomos de humor, a aquellos que siguen viéndole el sentido a la ceremonia.
Hubo una vez, a principios del siglo XX, que llegó a haber diecinueve plazas de toros en Bogotá. Hubo un tiempo –de sombreros, abrigos, guantes– que los políticos colombianos probaron su popularidad, que hoy no la tienen, en los ruedos: la semana que viene se están cumpliendo 61 años tanto de la rechifla a la hija del dictador en la plaza de la Santamaría como de la venganza brutal de los agentes del Estado. Ya no. Ya no hay en el toreo nada aparte de una nostalgia que está por quedarse sin corridas. Sobreviven las pinturas de Goya y de Picasso y los textos de Hernández y de García Lorca –sobreviven las crónicas de Caballero y de Ochoa– porque tiene que sobrevivir la Historia. Pero nada más se salva de su ocaso. Y convertir una protesta en una venganza no solo es contribuir a la crueldad, sino que además es inútil: a nadie le sirve.
Salvo, claro, si uno es el astuto, diestro e infatigable exalcalde Gustavo Petro. Que cuando era representante votó a favor de la ley que reglamentó las corridas de toros. Que no anda denunciando el juego del marrano enjabonado en el municipio de Telodirán, en Yopal, por incumplir el temible fallo que prohíbe esos espectáculos grotescos: el fallo 666 de la Corte. Sino que está sirviéndose de la ruidosa reapertura de la Santamaría, que él mismo cerró, para relanzar su incierta campaña presidencial, para hilar delgado en contra de sus rivales políticos y, con esos llamados a la protesta que parecen llamados de guerra, para enrarecer a una sociedad reducida a red social siempre a la espera de quién grita más duro, de cuál mentiroso sale primero a decir que mentirosos son los otros.
A propósito: no es fácil exorcizar a un narciso, pero el presidente Donald J. Trump, por ejemplo, se sale de sí mismo cuando se burlan de él. Desprecia lo público, le echa a la prensa la culpa de la verdad, se encoge de hombros cuando le recuerdan sus peores escándalos, pero –como dijo Michael Moore en la tarima de la enorme, necesaria, ‘Marcha de las mujeres’– no soporta que se le rían de su mentira, no tolera que los comediantes se la pasen toreándolo: pobre matón matoneado. O sea que hay que tener claro que la Corte aún no prohíbe las lidias de toros, confiar en las generaciones nuevas que no le ven pies ni cabeza a estas polémicas antediluvianas, esperar, que ya falta poco, el último “ole” de la última corrida, y reírse de todos estos oportunistas que cuando no quieren seguidores quieren votos.
Ricardo Silva Romero
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