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Sordidez

Que 'Popeye' se permita pasear descarado y altivo y feliz por Colombia, en vez de redimirse por allá en algún silencio, solo puede pasar en una sociedad sin amor propio.

Busque en Google a Popeye el asesino. Basta escribir “Popeye de Colombia”, que fue lo que yo hice hace un momento, para que en el lado derecho de la pantalla –bajo una serie de fotografías que ya querría un inocente– no solo aparezca el nombre de ‘John Jairo Velásquez’, sino su oficio indiscutible: ‘sicario’. Sí, ese hombre de 54 años no es solo aquel trastornado de mirada fija que se queja de la corrupción colombiana en un canal de YouTube que al cierre de esta edición sumaba 228.927 suscriptores, ni es solo el canoso espeluznante por lo lenguaraz que hace apenas unos meses anunciaba su sueño imposible de lanzarse al Senado. Es sobre todo eso: un ‘sicario’. Él dirá, por supuesto, que no lo es, sino que lo fue. Repetirá que es un arrepentido a la espera del perdón de Dios. Pero seguirá viviendo de haber vivido del ‘Patrón’ Pablo Escobar.
De haber asesinado él solo a trescientas personas, 300, en menos de una década. De haber participado en tres mil homicidios más: 3.000.
De haber participado en los secuestros y los bombazos que arrinconaron a este país sórdido pero anestesiado –mejor: narcotizado– que es el segundo país más feliz del mundo.
Eso es lo que molesta de Velásquez: que haya vivido de matar, claro, pero sobre todo que viva hoy de haberlo hecho; que haya pagado una condena de veintitrés años como pagando un reality show, siempre presumiendo de ser la verdad, pero sobre todo lo que perturba es que, luego de cumplir su pena, no se haya ido a una casa perdida en la nada –como el viejo pistolero de 'Los imperdonables', por ejemplo– a rumiar los gestos de horror de sus víctimas unos segundos antes de que las asesinara, sino que, cínico, desafiante, nostálgico de un ‘Patrón’ al que dice haber amado “porque nunca me quedó debiendo dinero por mis asesinatos”, se haya instalado en aquella ciudad que acorraló y sea capaz de escribirle a un lector como dedicatoria –en las memorias que publicó en el 2015– “Popeye, el asesino de confianza de Pablo Escobar”.
Hace unos años, cuando el engominado autor de 'El cartel de los sapos' empezó a aparecer en las revistas de farándula al lado de Sofía Vergara, me preguntaba por qué me indigna que estos exconvictos se conviertan en seres del jet set después de cubrir su deuda con la sociedad; por qué me asquea que estos expícaros amanezcan convertidos en best sellers si relatan cómo esta cultura ha engendrado a sus propios monstruos y ha encarado tarde a sus hijos endiablados. Pues bien: Velásquez fue atracado por un par de motorizados en las calles de Medellín, en diciembre de 2016, como probando que se ha reintegrado a la sociedad, y entonces, cuando tuiteó “no tenemos alcalde”, fue claro que lo que repugna es que lo haga desde una cuenta macabra que –como él– vive de su alias: @Popeye_leyenda.
Hace unos días, en la sala de espera de una sala de urgencias, me puse al día en la programación mortecina de estos dos canales de televisión nuestros que remedan al otro como si no fuera un pecado forzar a tantos talentos enormes a la medianía. Pronto los pacientes de la sala de espera comenzamos a envidiar a los pacientes de la sala de urgencias, sí. Y sin embargo, luego del lodazal de las noticias –que el comité de ética del Centro Democrático, que existe, va a investigar la campaña de Zuluaga, pero que el uribista Bula dice que él donó un millón de dólares de Odebrecht a la campaña santista– quedamos notificados, mitad espantados, mitad derrotados, de la serie de Caracol basada en el libro de alias Popeye. Quizás sea buena. Tal vez no. Pero que Velásquez se permita pasear descarado y altivo y feliz por Colombia, en vez de redimirse por allá en algún silencio, solo puede pasar en una sociedad sin amor propio.
Ricardo Silva Romero
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