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Histórico

Colombia no está condenada a nada que no quiera, ni tiene por qué resignarse a ser tragedia.

Si esta semana uno no tiene en mente la palabra “histórico”, como rindiéndose en sana lid a un lugar común, es porque no ha venido siguiendo la Historia. Se ha dicho muchas veces que la Historia es un eco y es una espiral porque el pasado siempre está pasando, que la Historia es el conflicto de cada sociedad, y que no se va, sino que vuelve. 
Pero la Historia, como el drama, puede ser también una suma de mejoras sociales y una reivindicación de lo “humano” en el buen sentido de la palabra y una bella trama con un sentido: y el titular ‘Adiós a las Farc’, de EL TIEMPO de hace dos días, no solo es una noticia inédita verificada por la ONU –y luego de desconocer a la ONU solo queda desconfiar de los demás planetas–, sino que recuerda que Colombia no está condenada a nada que no quiera, ni tiene por qué resignarse a ser tragedia.
Colombia engendró la salvaje violencia bipartidista mientras el país fue presidido por la última generación nacida en el siglo XIX, de Olaya Herrera a Rojas Pinilla, desde 1930 hasta 1958; coexistió como mejor pudo con las violencias de los guerrilleros, los paramilitares y los narcoterroristas –y los justificó y los negó y los encaró y los llamó a la paz– mientras fue gobernada por la llamada “vieja guardia”, de Lleras Camargo a Barco Vargas, desde 1958 hasta 1990; llamó “terrorismo” al desmadre y al recrudecimiento de su guerra civil pero también trató de negociar su fin mientras fue conducida por la generación de la explosión demográfica, Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe y Santos, desde 1990 hasta 2018, y sin embargo todo indica que aún es temprano para hablar de estos cinco señores en pasado.

Quienes pensamos en esa coalición como un capricho estamos a favor de aquellos políticos capaces de reconocer que el fin de las Farc es ‘histórico’

Por qué: porque ese pulso brutal de hijos del bipartidismo, que han estado dando en estas décadas agotadoras, está ahora mismo en carne viva –la Constitución de 1991 versus la Constitución de 1886, el país enmarañado que decreta la convivencia contra el país confesional de señores feudales que responde a Dios y a la fuerza antes que a la ley–, y todavía falta por ver si esa generación de la explosión va a encabezar un último gobierno, y, de ser así, qué tanto habrá librado al país, al final, de su corrupción y su violencia. Si es esa generación –y no la mía– la que ha de seguirnos gobernando cuatro años más, en fin, prefiero de lejos que sea encarnada por un político aumentado y corregido por el paso del tiempo –como De la Calle o Fajardo o Navarro– a que sea representada por un envenenado suplente de la derecha uribista.
Levante la mano el colombiano que de verdad crea que el expresidente Uribe está armando una coalición veintejuliera con el expresidente Pastrana para sacar adelante –no atrás– esta Colombia que ellos apodan “la patria”.
Levante la mano quien esté de acuerdo en que sus móviles no deberían ser problema nuestro, sino de sus psiquiatras. Y en que su alianza es una peligrosa parodia del pasado.
Escribió Pastrana, envejecido para mal en la madrugada de Twitter, que “los que están en contra de nuestra coalición triunfante no están a favor de nadie”. No es cierto: quienes pensamos en esa coalición como un capricho ominoso capaz de vencer la Historia –una comprobación innecesaria de que a ciertos líderes no los mueven las ideas sino las bajas pasiones y los traumas– estamos a favor de aquellos políticos capaces de reconocer que el fin de las Farc es “histórico”, que Colombia puede alejarse de las soluciones de hecho, tiene que terminar de cerrar, sin gloria y con esperanza, el larguísimo capítulo de las guerrillas, pero debe tener clara la etimología de la palabra “paramilitares”. Estamos en contra de su “coalición triunfante” porque sería absurdo, aunque ocurriera aquí, entregarles a dos mitómanos la Historia.
RICARDO SILVA ROMERO
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