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Coaliciones

De la izquierda hasta el centro se ensayan alianzas tambaleantes sobre la etérea base de la decencia

Esta campaña presidencial ya es una podrida partida de ajedrez: una carrera sangrienta por el poder, plagada de insultos sosos, propagandas inescrupulosas e infamias a la carta, que al paso que va –he aquí una tradición colombiana– vamos a tener que pagarla usted y yo a 48 cuotas. 
Ya solo hay 47 candidatos: 46 si descontamos a la eliminada de la semana en el reality show del Centro Democrático. Pero con la venia de las estadísticas, podría decirse que todo el mundo quiere ser presidente de Colombia: de Rodrigo ‘Timochenko’ Londoño a Alejandro “Yonoestoydeacuerdoconelcondón” Ordóñez. Y como esa muchedumbre de aspirantes comparte la certeza de que ninguno tiene el electorado suficiente para llegar a la Casa del pobre de Nariño, y los partidos se portan como un fenómeno del siglo XX, han emprendido la tarea de armar coaliciones.
Desde la izquierda hasta el centro se ensayan alianzas tambaleantes sobre la etérea base de la decencia. Desde el centro hasta la derecha se logran bloques sobre la base firme del poder. Y, aun cuando a cinco meses de las elecciones sigue siendo muy temprano para hacer el duelo o demasiado pronto para lanzar profecías –hace cuatro años se decía que “el ave fénix” a vencer en las presidenciales era el tantas veces derrotado Enrique Peñalosa–, ya hay suficientes razones para pensar que una vez más los políticos progresistas se pasarán la campaña entera buscándose las diferencias que nadie más les ve y los políticos conservadores se dedicarán en cuerpo y alma de lunes a domingo a repetir las consignas vengadoras que van volviéndose los mantras de las multitudes hartas del supuesto estado de las cosas.

El Estado colombiano no puede seguir siendo un concierto para delinquir, la justicia exorcizada de la política, la justicia social.

Es un error de “derrotado antes de tiempo” temerle –frente a este tablero de ajedrez despojado de peones– a hacer una campaña brava que reivindique nuestra democracia con todas sus cortedades, nuestra Constitución garantista que vive en veremos, nuestro país laico que sin embargo cree en Dios, la igualdad plena de las mujeres en los tiempos justos del “yo también”, la bella defensa de los derechos de la comunidad LGBTI, la droga que no es el pretexto para una guerra sino un problema de salud pública, la paz que es el reconocimiento de que el Estado colombiano no puede seguir siendo un concierto para delinquir, la justicia exorcizada de la política, la justicia social que no es una ‘mamertada’ sino ese esquivo acuerdo mínimo que le devuelve la honra a la palabra ‘humano’.
Sería un error tan grave como estas coaliciones saboteadas por sus propios miembros, un error de ‘fracasómano’ –para usar la palabra de Alejandro Gaviria–, perder el Congreso por andar perdiendo la presidencia.
Porque en cambio ese bloque conservador a prueba de argumentos, que en tiempos de campaña se inclina a la derecha sin remordimientos, no va a tener agüeros a la hora de prometer recortes de los impuestos, de los derechos reproductivos, de los presupuestos de un Estado que está en mora de conocer el país; ni va a tener reservas a la hora de proponer aumentos de salarios, de fumigaciones, de penas; ni va a tener cuidado a la hora de defender una Historia escrita por los terratenientes, de llamar a una justicia para los demás, de sostener que las gaseosas son buenas para la salud. Hace ocho días el exvicepresidente Francisco Santos –un hombre bueno rodeado de gente que no está de acuerdo con el condón y de gente que cree que hay masacres menos graves– me invitaba a reflexionar sobre lo que él llama “mi obsesión”.
Y he pensado –le juro por Dios– que mi obsesión es que no quedemos a merced de una coalición de políticos capaces de llegar al poder ejerciendo nuestros problemas de fondo: el negacionismo, el fanatismo, el clasismo, el machismo, la homofobia.
RICARDO SILVA ROMERO
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