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Quietos ahí

A veces, más que 'la falta de organización', el problema es el contrario: su exceso.

Juan Esteban Constaín
El otro día, acá en Bogotá, fui a un evento en el que se supone que todo debía de salir a la perfección. Todo estaba organizado y medido y planeado y había incluso una gente –demasiada gente– puesta allí justo para eso, para la ‘logística’. Con sus chaquetas fluorescentes, con sus gafas oscuras en la oscuridad, con su micrófono y con sus “aires de importante”, como diría Franco de Vita.
Y resulta que todo era un desastre y nada funcionaba: ni el tiempo ni el espacio ni el hombre ni la mujer, nada. En realidad era el caos: una gran e impuntual chambonería que no habría resultado tan grotesca si sus organizadores, y es un decir, no exhibieran tanto su presunta seriedad, su eficiencia. Con sus walkie-talkies y con sus siglas en inglés, con sus carreras a ninguna parte y sus ‘sinergias’.
Una buena señora que iba al lado mío en la fila (todo es un decir) gritó furiosa: “¡Hola: es el colmo la falta de organización!”. Entonces me permití hacerle una reflexión que me he hecho yo mismo desde hace tiempo y que hoy comparto aquí con ustedes mientras avanza la cola; compremos chicles. A veces, más que ‘la falta de organización’, el problema es el contrario: su exceso. Su implacable desmesura y su omnipresencia.
La señora me miró aterrada y entonces le expliqué mi absurda teoría: lo que muchas veces es una gran virtud o incluso una necesidad se puede volver un defecto incurable cuando se pierde de vista su verdadera naturaleza, su sentido. Las cosas se vuelven así un ritual y un fin en sí mismas, y quienes las gobiernan empiezan a creer que el enredo y el rebuscamiento son un indicador de calidad, de sofisticación.
El mundo es un lugar cada vez más hiperorganizado, sin duda, con procedimientos cada vez más refinados para hacerlo todo; pero es también, y quizás por eso mismo, un lugar cada vez más tortuoso en el que aun las cosas más simples pueden volverse un infierno y llevarlas a cabo un milagro. Sobre todo en sociedades que, como la nuestra, copian con fanatismo las formas creyendo que en ellas está también el fondo. Y es al revés.
Pasa, por ejemplo, con la creatividad, cuyas bondades fueron tantas para la historia de la especie humana, hasta hacerla incluso un poco mejor. Pero desde hace años hay una veneración tan grande y depravada por la creatividad como una norma, casi como una obligación, que sus efectos son hoy una verdadera peste en todas partes y a toda hora y nadie sabe bien cómo frenarlos, cómo librarse de su tiranía.
Ser creativos está muy bien, sí. Pero por Dios: no siempre, no para todo. La que es una maravillosa cualidad, mal dosificada, sin control ni pudor, degenera pronto en una maldición voraz que no distingue raza, género ni ideología. “Cuando todo está en relieve, nada está en relieve”, le decía su profesor de geografía a un gran amigo mío que al hacer los mapas, para posar de inteligente, los hacía todos así, en relieve.
El otro día, en un restaurante, pedí un postre clásico como el que más, un tiramisú. No estoy hablando de una discusión filosófica, ni de un género literario, ni de una escultura. No. Solo un postrecito en un sitio normal. Pues me trajeron una copa deconstruida y posmoderna, un tiramisú que no lo era ni cerrando los ojos. Más que un postre era un discurso. ¿Por qué, Dios mío, por qué?
Me dirán ustedes que solo quien profana las cosas puede inventar y que así hizo la humanidad sus grandes descubrimientos. Y es cierto. Pero una cosa es la audacia y otra muy distinta es la calamitosa iniciativa, la excesiva y tóxica fe en que todo debe y puede ser hecho. Como decía Goethe: “Nada hay peor que una ignorancia activa”. Y rezaba Neruda: “Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando”.
Pero todo es un decir.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín
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