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Qué dirán

Se trata de esa obsesión españolísima: la obsesión por la fama y el buen nombre; por el qué dirán.

Hay un momento de La Celestina en que Sempronio le dice a Calisto que la honra es “el mayor de los mundanos bienes”. ¿Lo que uno hace, lo que uno dice, lo que uno piensa, lo que uno tiene? No, no, no. Por amor a Dios. Más bien lo que los demás creen que uno hace, o que uno dice, o que uno piensa, o que uno tiene. Esa es la honra: no el honor en sí mismo con las acciones que lo justifican, sino la manera en que los demás se lo reconocen en la calle. “Pase usted, señor...”.
Se trata de esa obsesión españolísima que está presente en toda la gran literatura del Siglo de Oro y no solo en La Celestina: la obsesión por la fama y el buen nombre; la obsesión por el qué dirán. También el Quijote, cuando le da sus memorables consejos a Sancho para que gobierne en la isla de Barataria (aquí), le dice: “No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado”. Que se corte las uñas el pobre Sancho para que la gente no vaya a pensar mal.
Eso por no hablar de cuando el pobre Lázaro, en el Lazarillo de Tormes, se encuentra con el escudero: un tipo de mirada altiva y bolsillos rotos, vestido con todo el decoro de su condición. Tanto, que Lázaro se le va detrás creyendo que allí va a mejorar en algo su fortuna, sin saber que ese orgulloso caballero, que le habla de las buenas maneras, no tiene en qué caerse muerto, ni siquiera un pan duro. Y le dice al lazarillo, mientras le suena el estómago: “El hartar es de los puercos...”.
Es que España, como se sabe, y a ver si lo puedo resumir aquí, fue quizás la última gran heredera en Occidente del ideal caballeresco y medieval de la fama y el honor. Por eso Don Quijote es el héroe nacional del mundo hispánico: porque en él se encarna, de manera perfecta, esa supervivencia a la vez conmovedora y ridícula, bellísima y trágica, de la Edad Media en España. Como una burla que quiso hacer Cervantes de ese mundo que sin embargo era así, y que quizás lo siga siendo y lo sea para siempre.
Es una historia larga y compleja y con muchos matices, pero cuando empieza eso que se llama ‘la modernidad’ –es decir la superación en Europa de la Edad Media: el remplazo de la caballería por la burguesía, y pongan todas las comillas y objeciones que quieran–, España se aferra más que nunca a su herencia medieval y la vuelve casi su carta de batalla, su política de Estado. Que los demás hicieran zapatos e industria, que acumularan riquezas. Poca cosa.
En el Imperio Español lo importante era salvar el alma, como si su himno fuera la canción de El negrito del batey: 'el trabajo para mí es un enemigo'. Gente honesta y de valía, famosa, que no probaba bocado en diez días. Hidalgos muy bien vestidos, como el escudero en El Lazarillo, sin una moneda en el saco y mirando por encima del hombro a los demás. Que nadie fuera a decir nada malo, que nadie se atreviera a dudar. Usted no sabe quién soy yo.
Y ese fue, entre otras cosas, el espíritu que vino a América con los conquistadores. Sé que estoy generalizando, pero en eso coinciden muchos de los que han estudiado en serio ese proceso, desde Irving Leonard hasta Bartolomé Bennassar: la conquista de América –su invención o su destrucción: lo que quieran– fue hecha por tipos, en el sentido más profundo del término, que encarnaban como nadie esa manía hispánica del qué dirán.
Con un agravante: muchos de ellos eran unos advenedizos, atormentados, claro, como siempre, por la opinión ajena. Que no haya deshonra, que no piensen mal.
Quizás en esa herencia, en ese complejo, está la razón por la que tantos países de Hispanoamérica viven mortificados por lo que los demás dicen de ellos.
Menos mal en Colombia nunca ha sido así.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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