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¿Por qué se odian, profe?

"Para entender por qué se odian Santos y Uribe, si antes eran amigos".

YOLANDA REYES
Una amiga me contó que la llamaron del colegio a decirle que su hijo estaba leyendo un libro inadecuado para su edad. El lector, a quien llamaré Jota, tiene 11 años: una edad en la que se puede vislumbrar el mundo adulto con esa lucidez que da la perspectiva de no ser adulto todavía. Jota suele recurrir habitualmente a los libros para contestar sus preguntas, o para encontrar nuevas preguntas, y ese hábito le ha sido inculcado tanto en su casa como en el colegio.
La mamá de Jota comenzó la reunión diciéndole a la profesora que le parecía un contrasentido que a su hijo lo motivaran a leer espontáneamente y que luego le censuraran sus elecciones, y preguntó cuál era el libro inadecuado que estaba leyendo. Enemigos: Santos y Uribe ¿Por qué se odian?, de Vicky Dávila, respondió la profesora, y agregó que Jota lo había encontrado al lado de los periódicos y las revistas, en la sección de actualidad colombiana de la biblioteca escolar.
Entre sorprendida y divertida, la mamá estuvo de acuerdo en que ese no era el libro para leer en clase a los 11 años, y luego le preguntó a Jota por qué había escogido precisamente ese libro, entre tantos de la biblioteca. “Precisamente, para entender por qué se odian Santos y Uribe, si antes eran amigos” fue su respuesta. “¿Y entendiste por qué?”, contrapreguntó ella. “Creo que se odian por la paz”, aventuró Jota, pero dijo que iba a cambiar el libro por otro más interesante.
En estos días, al ver a los miembros del Centro Democrático, todos en bloque, luciendo camisetas con la consigna de “lo que es con Uribe es conmigo”, no dejo de pensar en lo que se preguntarán –y en lo que aprenderán– los ciudadanos de la generación de Jota, al ver a los adultos “gritando al unísono” esos mensajes en negro sobre blanco, sin matices. Esas consignas repetidas en coro (“lo que es con él es conmigo”), que nos recuerdan los rituales de control y de venganza de “los más machos”, especialmente característicos de los colegios masculinos, son la matriz del matoneo, hoy lo sabemos, y resulta aterrador, por no decir patético, ver a los líderes políticos acusándose mutuamente de terroristas y conformando bandos.
Allá ellos, que gane el que más vocifere, dan ganas de decir, y de sustraerse al ruido mediático para leer y escribir sobre asuntos más interesantes. El problema, sin embargo, es que esa pobreza de lenguaje y de argumentación caracteriza el nivel del debate político con el que se están formando las nuevas generaciones y reproduce formas esquemáticas y estigmatizadas de dirimir las diferencias y de resolver conflictos de toda índole: “Terrorista. Enemigo de la paz. Eje electoral Santos-Maduro-‘Timochenko’-Montealegre”. Si las palabras ilustran la calidad del pensamiento, cabe preguntarse cuáles son las herramientas conceptuales con las que cuenta este país, en este momento crucial, para afrontar tantas discusiones y versiones contrapuestas.
Muchos aprendizajes se construyen mirando actuar a quienes nos preceden y, en ese sentido, los debates públicos y la manera como estos son recogidos, tanto en los medios como en los ámbitos familiares y sociales, son el referente político de ciudadanos como Jota. La libertad para expresarse y para escuchar voces diversas, lo mismo que el rigor para contrastar fuentes y para asumir posiciones argumentadas y autónomas son las condiciones educativas mínimas que hoy se requieren para cambiar esas prácticas de secta, instaladas en todos los grupos y transmitidas de generación en generación.
Esas son huellas de guerra, y uno de los mayores desafíos es usar otro lenguaje para ejercer la posibilidad de disentir. Pero un lenguaje que se hable más allá de las paredes de la escuela.
YOLANDA REYES
YOLANDA REYES
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