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Política a la carta después de La Habana

El país revivió con esperanza el nacimiento de la Constitución de 1991. Pero no todo son alegrías.

El país ha revivido con esperanza el nacimiento de la Constitución de 1991. Pero no todo son alegrías. En Rionegro, en la celebración de los 25 años de la Carta, se escucharon voces que clamaron por una constituyente y una nueva Constitución. Voces que pasan por alto que el déficit más grande que ha encontrado la vigencia real de la Constitución ha sido el ejercicio de la política. De una repudiable política fundada en las armas a cargo de los violentos; y de otra, alimentada por una cultura politiquera afincada en el afán de acceso al poder a cualquier precio. La ética pública es materia perdida por muchos políticos.
Como quedó consignado en una declaración que firmamos los constituyentes de 1991, la penetración de los grupos armados en la institucionalidad del país y la corrupción han sido grandes obstáculos para el desarrollo de la Constitución. Y por esa razón la paz está llamada tanto a romper los vínculos de la política con las armas como a elevar los estándares éticos de la política. La paz va a potenciar principios constitucionales que han quedado expósitos por el freno de mano del conflicto armado.
La política, no solo en Colombia, es hoy sinónimo de vergüenza, descrédito y desprecio a quienes la ejercen. Para desgracia de la democracia, los partidos políticos cada vez son más débiles e irrelevantes, y ante la incapacidad de la política para resolver los problemas de la sociedad, esta se ha judicializado al punto de que muchos creen que los jueces son los únicos capaces de ofrecer soluciones y mantener en pie el andamiaje del sistema político. Mientras que, de manera paralela, la política, con p minúscula, contamina las acciones de la justicia desde que se decidió entregarle al clientelismo el nombramiento de magistrados de las altas esferas.
En medio de ese embrollo se desarrolla el proceso de paz. Aunque todos esperamos que se firmen pronto los acuerdos finales, los anuncios del fin del conflicto aún no resuelven las dudas de la mayoría de la opinión pública, que ve con escepticismo el cumplimiento de lo pactado por parte de las Farc. Sobre todo por la incredulidad que generan sus anuncios de renuncia a la extorsión y demás métodos de financiación de sus acciones subversivas. Si los montos de la extorsión hoy superan con creces los ingresos de las entidades territoriales donde actúa la guerrilla, la pregunta es cómo y con qué van a hacer política después de La Habana. La respuesta es una reforma electoral ya anunciada, pero cuyo eje central debe ser el financiamiento de la política. Repudiar la extorsión, si le podemos creer a ‘Timochenko’, es tan importante como dejar las armas; y verificar, tanto lo uno como lo otro, será crucial para ganar esa confianza que le seguirá siendo tan esquiva por parte de los colombianos.
A pesar de sus adversarios, la Carta del 91 sigue siendo un árbol con raíces profundas que sigue dando frutos. Su pleno desarrollo se hace hoy imprescindible. Estamos, pues, una vez más, en manos de la política. No se trata de sostener que la Carta sea intocable, como ha dicho Humberto de la Calle, pero sí de dejar a un lado el fetichismo constitucional. La cábala numérica de los escasos 25 años de vida de la Constitución de Rionegro de 1863 no debe llevarnos a sepultar la del 91 en el cementerio de más de 300 constituciones de América Latina sin vocación de permanencia, por culpa de la mala política.
No hay derecho. A un cuarto de siglo de vida, lo que cabe es la renovación del pacto constitucional más grande que se ha producido en la historia reciente de Colombia. Los dolores que hoy sufre el país deben ser convertidos en himnos a la vida y la paz. Hay que calmar a quienes le quieren decretar la partida de defunción a la Carta.
Fernando Carrillo Flórez
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