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Un país más grande

Pedro Medellín
¡No he visto el mar! Esta frase, con la que León de Greiff cierra uno de sus mejores poemas (La balada del mar no visto), sirve hoy para resumir de la manera más cierta y precisa lo que ha sido la visión gubernamental que ha regido la búsqueda de desarrollo en Colombia en toda su historia: un país que no ha visto el mar.
Pese a que han sido pocos los estudios y las preocupaciones sobre el tema, una rápida revisión de los procesos de planeación muestra cómo en ninguno de los planes nacionales de desarrollo (léase bien, ninguno) se propone una política o siquiera una acción que se planteara la explotación de la riqueza de nuestros mares.
Durante años, cuando se hablaba de la contribución del mar al desarrollo del país, sólo se entendía como una vía para facilitar la entrada y salida de bienes y mano de obra. Cada cuatro años que un nuevo gobierno tomaba posesión se reafirmaba esa idea. Ni siquiera cambió en 1969, cuando Nicaragua concedió las primeras licencias para la exploración de petróleo en la zona marítima, en un claro desafío a las posesiones colombianas.
Ni tampoco cuando en la primera mitad de los años 70, un grupo de quijotes comenzó a plantear la necesidad de tener "un Programa Nacional de Desarrollo de las Ciencias del Mar" que permitiera conocer las riquezas que se tenían allí. Nada conmovió a los gobiernos de turno. Quienes empezaban a hablar de las ciencias y tecnologías del mar eran considerados como loquitos ambientalistas que querían obstaculizar el desarrollo.
Los esfuerzos posteriores que se comienzan a formular en 1980 con la aprobación del 'Plan de desarrollo de las ciencias y las tecnologías del mar', y cuatro años más tarde con la formulación de un 'Plan maestro de desarrollo marítimo en Colombia', que insistían en la necesidad de tener más y mejores instrumentos para conocer y aprovechar las riquezas marinas, logran impactar a los gobernantes. Nadie los escucha. Ni siquiera cuando -por las mismas épocas- el recién llegado gobierno sandinista declara inválido el Tratado Esguerra-Bárcenas, suscrito en 1928. Mientras que la declaratoria nicaragüense fue tomada como una broma por el Gobierno colombiano, los esfuerzos de los quijotes quedaron reducidos a documentos y enunciados sectoriales de un grupo de funcionarios e instituciones que no lograron llegar a las altas esferas del poder gubernamental.
De allí sigue una cadena de evocaciones y equívocos que continúa bloqueando la posibilidad de que se aprovechen las riquezas marinas para el desarrollo del país. Evocaciones que surgen de una larga lista de documentos oficiales en los que se pretende hacer cumplir el precepto constitucional de 1991, de que "el Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales". Y equívocos que hacen que las políticas y los recursos públicos sean asignados en una dirección distinta a la que nos ofrece la propia dotación de riquezas del país.
Ahora, muchos colombianos nos encontramos sorprendidos por el fallo de la Corte de la Haya. Los que cuestionan la decisión insisten en el desbordamiento de los jueces. No se percatan de que con esta sentencia se está siguiendo una doctrina jurídica que ya había marcado en los fallos en los diferendos entre Catar y Baréin en el 2001, Nigeria y Camerún en el 2002 y Rumania y Ucrania en el 2009. Ni tampoco de las implicaciones que tiene en términos del derecho internacional y la buena vecindad. Nadie quiere reconocer que el meridiano 82 nunca fue establecido como una frontera marítima, ni en el Tratado de 1928.
Un país que no ha visto el mar no sabe cómo asumir su defensa. No puede decir el excanciller Julio Londoño que con el fallo hubo denegación de justicia. Pero tiene razón cuando dice que Colombia, después de él, es un país más grande. Claro, descubrió que tenía mar, así sea hoy más pequeño.
Pedro Medellín
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