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Parar la carnicería

La guerra en Siria ya deja más de 270.000 muertos. Aquí también hemos vivido ese terror.

Podríamos hablar hoy del Baloto de 26.000 millones, que se ganó un joven comerciante de carne que se partía el lomo en Belén (Boyacá). Ahora, al hombre le sobra sonrisa y le reparte a su familia dinero por libras. Pero, con tanta plata, se tuvo que ir del pueblo con quienes son carne de su carne y sangre de su sangre. Uno con 26.000 millones se lleva hasta a la suegra brava.
Pero el tema cambia cuando hay hechos que golpean el alma, aunque parezcan lejanos. Al menos este joven es un desplazado por la fortuna, pero otros miles huyen sin nada, dejando atrás sus muertos.
Es increíble el drama de Siria. Imborrable esa imagen, símbolo de la sinrazón, del niño Aylan, de 3 años, que, en septiembre pasado, apareció muerto en un playa turca después del naufragio de una lancha. Aylan vino en una ola, que son las sábanas que sacude el mar en la playa. “Parecía dormidito”, dijo alguien. Pero el que parece dormidito ante la tragedia de Siria es el resto del mundo.
Ahora la muerte se llevó al último pediatra en Alepo, Mohamed Wasim Maaz, un hombre de 36 años, humano, valiente, que murió con la bata puesta, en el hospital Al Quds, uno de los seis que han sido atacados. El pediatra, que envió a sus padres a Turquía, seguía allí como un ángel para los niños, aliviándolos como mejor podía. Él, junto con las enfermeras, no solo les daba droga, sino afecto y consuelo. Era un ser excepcional; si le hubiera tocado morir al lado de sus niños, lo habría hecho. Ni su novia, a la que adoraba, fue capaz de llevárselo.
Pero la guerra no respeta ni a los que salvan vidas. Un video muestra cómo, después de que con algunas enfermeras trasladó a un menor en una camilla al cuarto que pensó era más seguro, porque las bombas del régimen retumbaban, y cerró otra puerta como para que la muerte no entrara, cayeron encima las piñas del diablo. Una de ellas apagó el gran corazón del doctor Wasim y los de algunos niños y adultos.
El pediatra inolvidable ahora será solo otra cifra de la maldita guerra en Siria. Allí, en cinco años, van más de 270.000 muertos, entre ellos 730 médicos y 13.500 niños. Y hay más de 7 millones de refugiados. Así es la estupidez humana. Permita Dios, y ojalá Estados Unidos, Rusia y el mundo entero, que salven a ese martirizado pueblo.
Aquí también hemos vivido el terror, menos intenso, pero extenso. Largos secuestros, 250.000 muertos, cilindrazos, desapariciones, desplazamientos. Hoy, por suerte, estamos buscando la paz negociada, que es el único camino, aunque cueste algo en justicia, que no será plena, y en popularidad presidencial.
El proceso va lento, como el metro de Bogotá. Hay escepticismo, pero también cada vez más voces vitales se unen en busca de la reconciliación. Por eso es valioso el decidido respaldo de Ingrid Betancourt, precisamente ella, que vivió el horror de casi siete años de cadenas y castigos y humillaciones de las Farc, hasta casi morir de enfermedad y de tristeza, porque además su padre, don Gabriel, un benefactor, no la pudo esperar. Pero, aún herida en el alma, ella cree firmemente en el éxito del proceso, tiene confianza en la fuerza moral de los colombianos y la capacidad de reconciliación.
Dice que hay que desengatillar el corazón, que el odio a las Farc no pude ser superior al amor a este país. También les dijo a los jefes de esa guerrilla que tengan cuidado con la soberbia y el ego.
Así es. Las Farc, que tienen cómo reparar, deben entender que este país no quiere más guerra, que cada día que pasa juega en su contra, porque pierden más respaldo y el mundo presiona un acuerdo final. No es fácil, pero, como dijo el que se ganó el Baloto, no más carnicería.
Luis Noé Ochoa
luioch@eltiempo.com
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