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Teodicea

Existen propiedades y características que son compatibles entre sí y otras que no lo son.

La palabra es extraña para muchos. Se compone de dos términos griegos: Theos –Dios– y Dike –justicia–. Etimológicamente significa ‘justificación de Dios’. Fue inventada por el filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) y la encontramos en el título de su obra más conocida: Teodicea: ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, publicada en 1710.
Desde entonces se habla de teodicea para referirse a la reflexión filosófica que intenta justificar racionalmente la omnipotencia y la bondad de Dios ante la existencia del mal en el mundo. Se trata de plantear una pregunta de grueso calibre: si es verdad que Dios es todopoderoso e infinitamente sabio y bueno, ¿por qué existe el mal en el mundo? Lo más fácil sería decir que Dios no existe y que esa pregunta carece de sentido. Pero no es así, al menos para Leibniz, una de las mentes más brillantes de la Europa moderna. Dios existe, y su existencia representa para la razón moderna un desafío más difícil que el cálculo infinitesimal, inventado simultáneamente por él y por Newton.
Para algunos pensadores, la existencia del mal en el mundo es un indicador de que Dios, o bien no es totalmente bueno, o carece de omnipotencia. La dolorosa existencia del mal hace que omnipotencia y bondad divinas resulten –prima facie– lógicamente incompatibles. Tal pensamiento se agudizó con el terremoto de Lisboa de 1755, que puso a pensar a Voltaire, a Rousseau y a Kant acerca de la relación entre Dios y mal, y con el Holocausto, que continúa arrojando preguntas sobre dónde estaba Dios cuando los nazis organizaron el exterminio intencional de todos los judíos y de muchos otros que pensaban diferente.
Dice la leyenda que el rey de Castilla, Alfonso X el Sabio, solía decir que si el Creador le hubiera preguntado su opinión, él le hubiera podido dar muy buenos consejos acerca de la creación, y se lamentaba de que no lo hubiera hecho. Eso es lo que piensan todos los que creen tener motivos para pedirle cuentas a Dios.
No es ese el camino de la teodicea. Dios, o más precisamente el Dios de los cristianos, creó lo que Leibniz llamó “el mejor de los mundos posibles”, una expresión de la que Voltaire disfrutó burlándose en su Cándido, o el optimismo (1759). La idea era esta: existen propiedades y características que son compatibles entre sí y otras que no lo son.
Puede haber círculos y puede haber cuadrados, pero no puede haber círculos cuadrados, al menos en el horizonte de la racionalidad humana. Puede haber ley de la gravedad, pero por razones de compatibilidad entre física y metafísica no puede haber ley de la gravedad con excepciones, por ejemplo para evitar que el derrumbe de una pared le cause daño a un bebé recién nacido. Dios habría podido crear seres humanos incapaces de hacer el mal, pero tendría que haberlos creado sin libertad, de modo que un asesinato, o una violación, o bien serían imposibles o carecerían de significado moral.
En un mundo sin seres libres bien podría no existir el mal moral, pero ese no sería el mejor de los mundos posibles. Eso, y otras cosas por el estilo, nos lo enseña la teodicea, que a la luz del pragmatismo contemporáneo parece una reflexión inútil, pero que al menos a algunos nos pone a pensar. Cosas como que un mundo con seres que disponen de libre albedrío es mejor que un mundo de seres en el que todos se comportan como autómatas programados, que si bien serían incapaces de pecar, también serían incapaces de perdonar, de amar con generosidad y de recomponer el mal que ellos mismos han causado. Cosas como que, gústenos o no, somos nosotros, y no Dios, los responsables de nuestros actos y de la realidad del mal en el mundo.
Vicente Durán Casas, S.J.*
* Departamento de Filosofía de la
Pontificia Universidad Javeriana
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