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Lo que admiramos

Óscar Collazos
No sé cuántas veces he contado el episodio de la pareja de hombres de mediana edad que, con destreza digna de profesionales de larga experiencia, le robó la billetera a una buena señora que hacía la ruta de bus que lleva de la plaza de Cataluña a la parte alta y exclusiva de Barcelona. Si no recuerdo mal, el hecho sucedió en la ruta 66, que va hasta los confines de Pedralbes.
Antes de escribir “robaron” debí haber dicho le extrajeron del bolso, porque fue una delicada operación ejecutada con seguridad y buenos modales: uno de los hombres rozó apenas a la víctima y de inmediato se excusó. Perdone, señora, debió de haberle dicho. “No hay de qué”, debió de haber respondido la dama del abrigo de piel negra. Mientras tanto, en cosa de segundos, el otro sujeto metía la mano en el bolso de marca y extraía la billetera.
Desde donde me encontraba, sentado en una de las últimas sillas del bus, repleto a esas horas de la tarde, pude ver la rapidez casi instantánea de la operación. Los rateros esperaron la siguiente parada. Y dio la casualidad de que esa era también la parada de la dama. Con una gentileza de otras épocas, uno de los “carteristas” le tendió la mano a la dama y la ayudó a apearse.
No sé por qué tuve la fugaz sospecha de que los carteristas eran colombianos. Un tumbao especial, la manera de parecer corteses. No sé. Confirmé mi sospecha semanas más tarde, cuando los encontré haciendo no sé qué clase de trámites en el consulado de Colombia. La verdad es que, desde el episodio del bus, había sentido una extraña mezcla de orgullo patriótico y admiración por la impecable destreza de estos rateros.
Cuando referí el episodio a mis amigos catalanes, les dije que mis compatriotas habían hecho un trabajo tan perfecto que merecían la impunidad. Lo decía en broma. Mucho después, volví a ver a la pareja de colombianos convencionalmente trajeados en una esquina de la plaza de Cataluña, rodeados de calanchines que les hacían “cuarto”.
“¿Dónde está la bolita?”, escuché, mientras los curiosos e incautos empezaban a rodear a los estafadores colombianos. Supe que se trataba del mismo viejo juego de ilusionismo. No faltaría el “marrano” que caería en la trampa de la bolita y las tres tapas que la ocultan.
Pensé otra vez en el ingenio y la destreza de mis compatriotas, en el perfeccionamiento de muchas actividades ilícitas, en la ambigua admiración que provocan ciertos triunfos (hasta el de los cantantes populares), en la justificación que encontramos a los actos repugnantes de quien ha sido capaz de sobreponerse a un destino adverso y cultiva con tesón su talento.
“Coronar”. No sé en qué momento empezó a usarse este verbo de estirpe monárquica. Lo popularizaron los narcos y se quedó como sinónimo de triunfo Creo, eso sí, que la aparición del narcotráfico coincide con el aumento de la tolerancia con que aceptamos actividades ilícitas o abiertamente criminales. Hoy, un número grande de colombianos nos hemos acostumbrado a alguna clase de ilegalidad. A practicarla sin escrúpulos o a justificarla en los demás.
El narcotráfico sembró y cosechó hasta la bonanza en el terreno abonado por la política y la doble moral de costumbres superficialmente censuradas por la religión. Somos menos escrupulosos hoy que hace cincuenta años.
Cuando cuento el episodio de los compatriotas carteristas, lo hago para recordar que mi admiración por la destreza y aplomo de estos compatriotas fue seguramente superior a la vergüenza que sentí después por haberlos admirado.
collazos_oscar@yahoo.es
Óscar Collazos
Óscar Collazos
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