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Inequidad y educación

La tendencia es que la mejor educación no es la privada, sino aquella en la que se invierte.

Óscar Sánchez
Quizás la única afirmación que suelo hacer con certeza es que Colombia no será una sociedad decente si la buena educación sigue siendo un privilegio. Hay temas de temas. La manera como las oportunidades para niños y jóvenes reflejan y afianzan la desigualdad me parece que es nuestro gran asunto como país. Más que la paz, la infraestructura y la corrupción.
Somos campeones en mala distribución del ingreso, de la propiedad de la tierra, del desarrollo entre regiones… y de las oportunidades educativas y de atención a la infancia. Esas inequidades son las más aberrantes, porque hacen que la exclusión social se eternice. Aquí los ricos estudian con los ricos; las clases medias con las clases medias; los pobres con los pobres, segregados y en colegios muy diferentes (y los muy pobres con frecuencia en ningún colegio).
El sistema educativo colombiano apenas ha arañado el problema. Y hay mucho mito. Que la educación privada es mejor que la pública. Que no hay manera de ofrecer educación buena a todos ante la estrechez de los recursos del Estado. Que siempre que hay desigualdad económica la educación tiene que ser segregada. Todo eso, cuando se mira a la luz de experiencias positivas y análisis serios que llevan a una tendencia general y un par de matices, se cae.
La tendencia es que la mejor educación no es la privada, sino aquella en la que se invierte suficiente. Cuando una entidad territorial gasta más en el sistema público que otra, logra mejores resultados (Bogotá invierte más y le va mejor que a Medellín, Cali, Barranquilla o Cartagena, por ejemplo). Y cuando una familia paga colegios privados con docentes y recursos adecuados, los resultados son mejores que cuando paga colegios privados baratos, en los que le va peor que en el sistema público. Pague quien pague, si no se invierte un mínimo necesario, los resultados no suceden (aclarando que a partir de cierto nivel, que en Colombia no hemos alcanzado sino en colegios muy estrambóticos, el mayor gasto se vuelve superfluo).
La primera gran inequidad está entonces entre un Estado y unas familias que solo excepcionalmente logran darles a los chicos lo que merecen, y quienes pagan de su bolsillo lo que el Estado no suministra. Ese fenómeno en el mundo lo explicó Katarina Tomasevsky en su informe, del 2006, sobre el derecho a la educación. Un dato impresionante de ese documento: mientras en los países ricos y con buenos resultados de aprendizaje las familias aportan un 8 % de los gastos educativos, en los países pobres ese gasto llega al 35 %.
Pero aun si se invierte suficiente y se invierte bien, hay regiones y colegios privados y públicos en los que rinde más la plata. ¿Cómo se explica eso? De un lado, por el compromiso y claridad de los actores. Un buen colegio privado o público se caracteriza porque su comunidad de maestros, directivos y padres de familia saben lo que buscan y trabajan juntos para mejorar continuamente y conseguirlo.
Sobre esto he hecho muchas referencias en esta columna. Pero quiero resaltar un segundo factor adicional a la inversión y a la calidad de la escuela: la no segregación del sistema. En ciudades como Tunja o Pasto, el sistema público invierte menos que en Bogotá y logra mejores resultados. ¿Por qué? La explicación que he encontrado es que allí, además de buena, la educación es más policlasista. Cuando los pobres y los ricos se separan, aunque ambos en sus colegios traten de hacer bien su tarea, se limitan. Cuando la población se mezcla, las diferencias que más cuentan, que son las de los recursos culturales y financieros de las familias de los estudiantes, comienzan a corregirse. Y los resultados son mejores no solo en lo académico, sino en la formación ciudadana y, en general, en la formación integral de los estudiantes.
Cada familia que se interesa por sus hijos trata de llevarlos a buenos jardines, colegios y universidades. Lo que hace que el nivel educativo de los padres (mientras más educación tenemos, más queremos que nuestros hijos estudien) y la capacidad de pago de las familias (quien puede paga colegios y universidades costosas) amplíen la segregación cuando el sistema público no logra la excelencia. Y se crea un círculo vicioso de inequidad.
Mucha gente usa la metáfora del campo de juego inclinado para hablar de igualdad de oportunidades. Si unos juegan a impulsar el balón hacia arriba para meter los goles y otros lo hacen hacia abajo, aunque uno muy talentoso pueda destacase en el equipo de los de abajo, las condiciones están dadas para que los de arriba se lleven todo. Y nuestra educación es eso: un campo de juego inclinado.
Me puse a averiguar el origen de la metáfora y me enteré de que la introdujo el economista John Roemer. Lo anota el libro publicado por Dejusticia ‘Separados y desiguales’ (M. García, J. Espinosa, F. Jiménez y J. Parra, 2013). Coincido con ese estudio en su análisis acerca de por qué ese campo de juego es tan desigual en Colombia y en su conclusión de que “el sistema educativo colombiano refleja y reafirma las desigualdades que persisten fuera de la escuela e incluso, en algunos casos, las acentúa”. La investigación llega a esta afirmación después de comparar resultados de las pruebas Saber entre ciudades y regiones, entre colegios públicos y privados, y entre estudiantes de distintos niveles de ingreso y capital cultural. Y, reconociendo que hay excepciones en algunas ciudades del país, cuando en otros estudios hemos querido contrastar las condiciones personales y contextuales frente a resultados en formación integral, acceso a la universidad, trayectoria en la vida y logros según lo que cada cultura considera valioso, reforzamos esa conclusión.
Óscar Sánchez
*Coordinador nacional de Educapaz
Óscar Sánchez
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