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Nuestros esclavos de cuatro patas

¿Por qué seremos los únicos que torturamos a otras especies por placer?

Un hombre aparece en la pantalla, dice adiós y cierra la puerta. La cámara enfoca la puerta unos segundos más y luego vemos cómo el camarógrafo corre hacia una ventana y se asoma; luego, corre hacia otra ventana. Busca a ese hombre que acaba de salir. Vuelve de nuevo a la puerta, la cual sigue cerrada. El hombre no volvería hasta seis horas más tarde.
Finalmente, la cámara se enfoca en una pila de ropa donde el que carga la cámara se sienta, desconsolado. Las imágenes fueron registradas por una cámara que un hombre puso en el collar de su perro, curioso de saber qué haría la mascota cuando él no estuviera en casa. El resultado fue distinto de lo que esperaba. En lugar de ver cómo su animalito mordía un sofá o regaba la comida, gozando de sus horas de libertad, lo que vio fue que el can se tumbaba en la pila de ropa a aullar con una tristeza inimaginable durante horas.
El aullido del perro era un canto de dolor por el abandono al que su amo lo sometía a diario. Al que lo había sometido durante los últimos seis años. El hombre confesó haberse sorprendido y, también, sintió un remordimiento inmenso por haber hecho sufrir a su mascota sin saberlo. “Oír sus aullidos me partió el corazón”.
Él no es el único que deja a su perro encerrado en casa durante seis, ocho o doce horas. Cientos de millones de personas lo hacen también. Es probable que casi todas las personas que tienen un perro, un hámster, un gato o una boa dejen a su animal en casa mientras van al trabajo o a la universidad. Los dejan allí, como se deja el carro en el parqueadero o el celular en la cartera.
No lo hacen por crueldad, lo hacen porque todavía conciben –concebimos– a los animales como seres mecánicos, como fuentes de afecto que no necesitan afecto a cambio. Los vemos como osos de peluche que se alegran de vernos y nos acompañan en noches de lluvia.
Históricamente, nos hemos separado siempre de los seres distintos del Homo sapiens, los llamamos “animales”, como si no tuviéramos los mismos órganos y como si no estuviéramos hechos de las mismas células que, tarde o temprano, se deterioran y dejan de funcionar. Nos consideramos superiores y hacemos con los caballos, perros, toros, patos y un larguísimo etcétera lo que mejor nos parezca. Siempre hemos sometido a los animales a nuestra voluntad: los convertimos en “mascotas”, los cortamos en pedazos para nuestra alimentación, los torturamos en espectáculos públicos que consideramos “cultura”, les quitamos la piel para vestirnos, arrasamos con su hábitat y los encerramos en jaulas desde el nacimiento hasta la muerte en zonas que llamamos “zoológicos”.
Y luego, cuando no nos sirven, los abandonamos en una autopista, como ocurre en cada verano en Italia, o simplemente los metemos en pequeñas jaulas durante jornadas enteras para que no orinen el tapete. Son nuestros esclavos. Los esterilizamos, castigamos sus impulsos sexuales, los sometemos a la reproducción, les quitamos sus crías.
Lo ocurrido en la corraleja de Turbaco el 30 de diciembre pasado es prueba de esto. Con palos, puñal y botellas, lincharon a un toro. El ritual macabro del Toro de la Vega, en España, es idéntico. Si somos realmente superiores al resto de los animales de este planeta, ¿por qué seremos los únicos que torturamos a otras especies por placer?
@caidadelatorre
María Antonia García de la Torre
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