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Mundo loco, fanático y discriminador

Estado Islámico seguirá aprovechando las acciones de millones de locos que hay en el primer mundo.

SERGIO OCAMPO
El 31 de octubre de 1999, 217 personas fallecieron en un extraño accidente aéreo en el océano Atlántico, cerca de Nueva York. Nunca hubo conclusiones tajantes, pero es claro que el Boeing 767 de EgyptAir cayó al mar porque el copiloto, el egipcio Gamil El Batouty, apagó los motores mientras el capitán estaba en el baño, y luego ya fue imposible detener el vertiginoso descenso. En la caja negra quedó grabado cuando Batouty repite durante minuto y medio la expresión “En Dios confío”, con el avión en picada.
Es probable que si este siniestro (una rara mezcla de suicidio-homicidio colectivo y ajuste de cuentas con la aerolínea) hubiera ocurrido en los últimos cuatro años, el tenebroso Estado Islámico (EI) ya se lo hubiera atribuido como propio, y como otro golpe exitoso contra la coalición que intervino en Irak, Afganistán y Siria.
En el último par de meses, Europa y Estados Unidos se han visto sacudidos con tres atentados supuestamente terroristas, uno en un bar gay de Orlando (EE. UU.) que dejó cincuenta muertos a bala; otro en Niza (Francia), con 84 víctimas, y finalmente otro, en un tren en Baviera (Alemania), que produjo tres heridos graves por cuchillo. Y son actos terroristas porque quienes los perpetraron fueron un estadounidense, pero hijo de inmigrantes afganos, un tunecino y un afgano pastún; todos eran de países musulmanes. Lo extraño es que ninguno era combatiente oficial del yihadismo ni recibieron entrenamiento; tampoco estuvieron en Siria.
El de Orlando era un homosexual reprimido, según su exmujer; el tunecino “bebía alcohol, comía cerdo, no iba a la mezquita y fumaba drogas”, reveló un familiar. Ambos eran muy violentos y poco religiosos, según testimonios. Del afgano en Alemania se saben cosas mínimas. Dentro de la histeria de informaciones subsiguientes se dijo que el primero juró lealtad al EI en una llamada a la línea 911 de emergencias, antes de empezar a disparar, y que al tercero le encontraron un dibujo con la bandera del EI en la casa donde se hospedaba.
Aunque ninguno de los tres casos guarda similitud con el ‘modus operandi’ de los atentados de París, Bruselas, Túnez o Estambul, el yihadismo decidió atribuírselos todos. En río revuelto… Y Europa y Estados Unidos permanecen aterrorizados. “Vendrán más atentados”, decía el presidente François Hollande.
Y es claro que van a venir muchos más atentados, pues, en el fondo, el macabro EI, además de ser el problema, es, sobre todo, la consecuencia de las decisiones geopolíticas erróneas del siglo XX, del espíritu sátrapa de las grandes potencias desde el XIX, de su vocación para dividir, sembrar tempestades, saquear, corromper a fin de mantener sus predominios y satisfacer sus intereses de lucro. Sin respeto por etnias, culturas, pueblos o fronteras.
El Estado Islámico es un invento norteamericano, pues fueron ellos los que armaron a los talibanes, los financiaron, inclusive antes de la invasión de la URSS, para desestabilizar el gobierno comunista en Kabul. Luego, durante la ocupación de los rusos, el gran aliado yanqui fue un grupo empresarial saudí, el Binladin Group, y uno de sus propietarios, el joven Osama bin Laden, que había creado Al Qaeda para expulsar a los soviéticos. También, durante años apoyaron y suplieron de armas a Sadam Huseín para que frenara a Irán. Después, todos los anteriores terminaron siendo los grandes adversarios y la conjunción de esos fenómenos derivó en el terrible EI. Y esos muyahidines que el presidente Carter llamó los ‘Freedom fighters’ cuando resistían a los rusos, son hoy sus enemigos mortales.
A Zbigniew Brzezinski, el consejero de seguridad de Carter, le preguntaban en una entrevista si no se arrepentía por haber financiado a los futuros terroristas y favorecido el fanatismo religioso, y él respondía: “¿Qué era más grave, los talibanes o el imperio soviético? ¿Algunos loquitos islámicos o acabar la guerra fría y liberar a Europa central?”.
Pues esos loquitos parecen tener cuerda para mucho rato porque, adicional a estos raros juegos de los gringos de armar y subvencionar a sus enemigos futuros, lo que se ve en el horizonte es un coctel explosivo para que el terrorismo islamista goce de buena salud. Un primer ingrediente de ese coctel es que el islam, además de una religión, es una experiencia de vida, una forma de vivir; inclusive el Corán pregona normas básicas y preceptos para el día a día. Contrario a Occidente, en donde tras muchos siglos de simbiosis, la cultura consiguió separarse de la religión y construir una ética y una identidad civilista, en gran parte del mundo mahometano ambas cosas siguen profundamente imbricadas.
El otro componente es que Europa y sus herederos norteamericanos son sociedades construidas sobre un férreo concepto de segregación. Es una marca indeleble que no se borra en varias generaciones, y aunque se abran puertas y se reciba a millones de inmigrantes, en un siglo no ha habido integración de verdad, sino relaciones funcionales de patrones y mano de obra barata, de anfitriones de primera y convidados de segunda clase. Y así, los árabes, turcos y persas terminaron amontonados en barriadas pobres, y si no son pobres, al menos discriminadas, apartadas, en París, Berlín y Nueva York. De ahí han salido cientos de combatientes de EI, pero también personajes como los tres asesinos de Orlando, Niza y Baviera, que quizá no tenían nada que ver. La religión (con todas sus homofobias, sus odios, sus culpas, su épica de la violencia para defender la fe) fue quizá lo único que les quedó a estos orillados del primer mundo, condenados a la periferia en ciudades rutilantes a las que, en la práctica, nunca pertenecieron ni les dejaron apropiar.
Y para cerrar este círculo de fatalidad, además del segregacionismo, la otra marca del mundo avanzado es la terrible soledad, que a menudo deriva en misantropía y locura. El asesino de Orlando es una mescolanza trágica de todo lo anterior: un homosexual renegado, violento, solitario, lleno de odio, decide su propio ajuste de cuentas con el mundo, y para dar altura a su carnicería apela al pretexto del EI, al que solo conoció por televisión.
En esta funesta amalgama de geopolítica miope, segregación, fe y locura, el yihadismo tiene toda la materia prima para muchos años de guerra. Y la respuesta de Occidente parece ser inclinarse más a los Trump, a los Hoffer (casi presidente de Austria), a los May (triunfo del ‘brexit’) y a los Podemos, de España.
SERGIO OCAMPO
SERGIO OCAMPO
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