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Tutela por una eutanasia

Decisión de la Corte tendrá impactos futuros en la exaltación de la dignidad del ser humano.

Recientemente, la Corte Constitucional publicó una sentencia que revocó el fallo de un juzgado penal de Bogotá. En esa sentencia acepta la tutela interpuesta por una madre que reclamaba para su hija el derecho a una muerte digna.
El caso era el de una joven de 23 años que sufría de epilepsia y fue sometida a una lobotomía hace unos diez años. Por complicaciones que se presentaron, quedó en estado vegetativo permanente, sin ninguna esperanza de recuperación, causando un inmenso dolor y la degradación de la vida de sus padres. La EPS les negó la eutanasia, alegando la falta de legitimidad de la madre para solicitarla. La norma no contempla, en sentido estricto, la solicitud de una persona diferente de la interesada (que en este caso, obviamente, era incapaz de hacerla).
La Corte solicitó conceptos que –a nadie sorprende– no coincidieron. La Fundación Colombiana de Ética y Bioética manifestó su desacuerdo en un documento muy extenso en el cual planteaba: “Lo que hay de fondo en la ideología del deseo, de la que el tema de eutanasia es uno entre varios, es la absolutización del deseo ciego, descontextualizado de la persona que acaba siendo destruida...” y “cada individuo de la especie humana, desde que tiene por cuerpo una célula hasta que termina su ciclo vital natural, es una unidad...”.

En este caso no se puede alegar que hay que dejar actuar a la naturaleza, porque lo antinatural, lo artificial, fue la supervivencia.

La Fundación por el Derecho a Morir Dignamente, por el contrario, afirmó: “El derecho a la vida no es absoluto, sino que es gradual e incremental según su desarrollo, y cuando entra en colisión con otros derechos se debe recurrir a un análisis de proporcionalidad”.
La Corte solicitó mi concepto. Advertí que sería uno personal, desde la visión de un científico laico, reconociendo la complejidad del problema y la casi imposibilidad de tener un criterio objetivo (no solo desde mi posición, sino también desde otras, incluidas las religiosas). Ha habido una extensísima reflexión en esta materia, y yo decidí abordar apenas unos pocos puntos.
El primero fue acerca de la ‘terminación natural’ del ciclo vital, que en una persona en un prolongado periodo de vida vegetativa, sin ninguna posibilidad de regresión, habría ocurrido tempranamente si no se hubiera dado una intervención tecnológica artificial. Es decir, en este caso no se puede alegar que hay que dejar actuar a la naturaleza, porque lo antinatural, lo artificial, fue la supervivencia.
Sobre la dignidad de la vida, hay que señalar que quienes argumentan contra su terminación no hablan de vida en general (nos alimentamos matando animales y vegetales todos los días). Argumentan sobre la terminación de una vida humana, y en ese caso es fundamental definir qué la hace humana. Pienso que lo es en el individuo que tiene conciencia de sí mismo como un ser con existencia y con un yo mental continuos, o que (como en el caso de los infantes) tiene un potencial cierto para desarrollarlos. Peter Singer dice (acertadamente, en mi opinión): “Una vez que es claro que un paciente está en un estado vegetativo persistente, sin conciencia, y que nunca más va a tener conciencia, su vida no tiene un valor humano intrínseco. Es un paciente que está vivo biológicamente, no biográficamente”.
Finalmente, aunque reconozco que los argumentos consecuencialistas no son la base de muchos de nuestros consensos morales, hay que reconocer que ante un dilema moral, el filósofo suele acudir a una evaluación del costo de cada opción y recomienda inclinarse por la que menor dolor produzca.
Creo que la Corte acertó y dio un paso progresista con esta decisión. Su análisis de las consecuencias que conlleva la norma tendrá impactos futuros en reducción de dolor y en la exaltación de la autonomía y la dignidad del ser humano.
MOISÉS WASSERMAN
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