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Conspiraciones, indignación y posverdad

La enemiga de la buena ciudadanía es la mentira, hoy conocida como 'posverdad'.

Hace unos días fui gentilmente invitado por el rector de la Universidad Icesi a dirigir unas palabras a quienes se graduaban en la institución. Mi principal recomendación fue que aspiraran a ser buenos ciudadanos. Posiblemente, una perogrullada, pero traté de apartarme un poco de las definiciones del buen ciudadano, melosas y complacientes, con las que nos bombardean en estos días de grandes crisis morales.
No se hacen buenos ciudadanos con llamados a la educación o a la virtud. Muchos de los casos de maldad y corrupción que conocemos provienen de personas muy bien educadas, miembros de familias ilustres y virtuosas. También los han hecho otros que se declaran defensores de doctrinas sociales altruistas e igualitarias.
Mi definición de buen ciudadano contempla como características principales la de ser muy riguroso en el análisis que se hace de los hechos y la de actuar de acuerdo con ese análisis. Hace años, en una conferencia, Fernando Savater afirmaba que “la razón es una muestra de convivencia”. La enemiga de la buena ciudadanía es la mentira, hoy mejor presentada en sociedad con el término campeón de ‘posverdad’, que, según el diccionario Oxford, es aquella situación en la que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamados a la emoción y a las creencias y prejuicios personales. Son malos ciudadanos y toman decisiones equivocadas porque han renunciado a analizar la verdad de los hechos, a buscar mejores explicaciones, y se contentan con opiniones prefabricadas, cómodas y tranquilizantes, reforzadas con el hecho de que son compartidas por muchos otros.

Una situación social en la que todos están indignados con todos, y por tanto no están dispuestos a escuchar, solo puede llevar a catástrofes.

La posverdad está nutrida por una mezcla de mentiras simples, generalizaciones acríticas, teorías conspirativas extrañas y rumores. Se puede decir cualquier cosa, y cuando alguien contradice con alguna evidencia no hay que refutar, basta con calificarla de ser conspiratoria, 'fake news' (o su variante en otras lenguas). El rumor adquiere dimensiones muy grandes con las redes sociales. Crece exponencialmente porque ofrece explicaciones plausibles y porque se monta en la indignación y el crispamiento, que se convirtieron en las emociones dominantes.
La indignación es muy mala consejera a la hora de tomar decisiones, porque hace fácil la aceptación de las teorías conspiratorias que explican lo malo que sucede con maquinaciones supuestas de personas u organizaciones poderosas. El hecho de que a veces ellas sean ocultas y nadie las haya visto se convierte, a los ojos del indignado, en la prueba reina de su existencia.
El problema de las teorías conspiratorias lo definió hace años el filósofo Karl Popper, quien señalaba que “esas teorías no permiten ver las consecuencias no intencionales de las acciones políticas y sociales, y asumen que todas se derivan de la mala intención de alguien”. Generan, entonces, una visión simplona del mundo. Quien cree en esas teorías entiende mal lo que está sucediendo, y cuando actúa lo hace con gran indignación y con muy altas probabilidades de equivocarse. Quienes creen en las conspiraciones son incapaces de escuchar argumentos en contra. Los hechos no los impactan. La desconfianza se convierte en un proceso mental extraño que tiende a autojustificarse y a multiplicarse en los otros, con desconfianzas recíprocas.
Los llamados a la buena ciudadanía deben ser también llamados a la racionalidad. Que quien sea acusado de algo lo sea porque hay hechos contundentes que señalan sus fallas y no por el estado emocional de quien acusa. Una situación social en la que todos están indignados con todos, y por tanto no están dispuestos a escuchar, solo puede llevar a catástrofes.
MOISÉS WASSERMAN
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