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'Microscopía'

No era concebible ser tan extraordinaria e insignificante. Nunca he podido acostumbrarme a existir.

Abro los ojos; el reloj está marcando las 4 a. m. A esta hora puntual, que desde hace varias madrugadas toca las puertas mágicas del sueño y me bota bruscamente en esta dimensión que llamamos realidad, llegan como palomas hambrientas las mismas preguntas sin respuesta que me hago desde que una noche temprana de mi infancia me asaltó la noticia de que algún día moriría.
La atención precoz sobre mi propia finitud fue lo que tan penosamente me diferenció de otros niños de mi edad. Luego, el sentido de ese descubrimiento lo puso en palabras mi profesora de filosofía en el colegio, con una frase sencilla y vertical como una columna de plomo: “Los únicos que saben que se van a morir son los humanos”. Yo había decidido olvidar aquel minuto de la lapidaria certidumbre. Me di cuenta de que aprender algo no era repetir una idea y blindarse contra su posible efecto. Había que saber con todas las células del cuerpo, y estas, en este caso, tardaron un poco más en matricular la sentencia. Ese momento inaprensible debajo de mis cobijas mientras mi hermana dormía en la cama de al lado se dio súbitamente y sin motivo alguno. Mi fe religiosa, tan laxamente promovida por mis padres, no me alcanzó para creer en la garantía de una vida eterna, pero, además, la posibilidad de vivir eternamente también me parecía devastadora.
De modo que fui presa fácil de esa Nada, la otra cara de Dios, que es Todo, y que a fin de cuentas parece ser lo mismo. El estupor no me ayudó a concebir el hecho de desaparecer teniendo yo registro orgánico de ello; el horror fue muy hondo, de modo que inconscientemente preferí crecer un poco más y seguir jugando a las muñecas. Me postergué un rato para huir de tamaña “microscopía”, pues no era concebible ser tan extraordinaria e insignificante. Nunca he podido acostumbrarme a existir.
¿Cómo no reparar en la repetición de los días? ¿Cómo no asombrarse ante el misterio que hay detrás de cada hora que vivimos con nuestra alma empotrada en un cuerpo que no nos pertenece del todo? ¡Qué monstruoso prodigio es el devenir de la vida! ¡Qué perfecta la brutal ceremonia de lo que nace y muere, de lo que brota y desaparece! Qué deslumbrante la sinfonía de partículas que componen el universo, qué hermoso cataclismo da lugar al brillo inocente de las estrellas que contamos desde la ventana.
Qué natural es morir del todo, y también un poco en brazos del sueño.
Margarita Rosa de Francisco
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