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Mi honor por un tamal

Prometo no volver a blasfemar contra el respetable tamal y sus parientes.

 A mala hora se me ocurrió trinar “El tamal es una verruga que le salió a nuestra gastronomía”. De esto hace ya un par de años, pero cómo sería la reacción de las personas “ultrajadas” que todavía necesito reflexionar sobre eso.
Los muchos insultos que recibí por causa del trino insolente tenían que ver con mi origen, o sea, con la madre que me parió, pero también con mi clase social, mi ateísmo y mi falta de orgullo patrio. Les pareció que, por arribismo y ganas de sentirme muy internacional, la agarré contra tan honorable envuelto y me mandaron para ustedes saben dónde, y otros, más decentes, a Holanda. “Quédese allá con su novio y siga tragando caviar con ‘dor periñol’ ”.
Sin duda, había metido la pata. En este país de regionalismos frenéticos, la tierra donde se nace es la entraña sacrosanta que nos imprime esa identidad a la que tanta importancia damos. Ese, nuestro terruño tan adorado, ofrece generosamente el bocado de infancia, hogareño, reconfortante, cargado de sentido, y cuyo sabor se queda grabado para siempre en nuestra alma. Denigrar de semejante favor de la vida, para un fundamentalista, es tan vil como pegarle a la mamá.
Pero mi punto con el tamal no era precisamente atentar contra un símbolo sagrado para fastidiar a sus fanáticos. A riesgo de que me vuelvan a linchar, me parece que no solo el tamal, sino nuestros amados platos típicos en general, mezclan ingredientes de forma aparatosa. El estómago inocente es el primero en registrar la consecuencia antiestética de combinar res, cerdo, pollo, papa, maíz, ají diablo rojo, toneladas de comino, y para “bajarlo”, sorbos de chocolate azucarado y queso. No parece que su abolengo sea el más refinado, sino más bien un recurso bastante acomedido para revolver y rendir lo que probablemente sobró de algún opíparo banquete, algo que a todas luces también requiere de mucho arte para salir bien librado. Y pues, con perdón, la apariencia de un tamal o de un arroz atollado de mi idolatrada tierra valluna no es propiamente elegante. Pero, por favor, no se me ‘deliquen’. A los que me mandaron a comer huevas de beluga les cuento que me encantan los aborrajados con avena y la bandeja paisa, no exactamente exponentes del más alto equilibrio culinario. ¿Por qué ofenderse ante la evidencia de que no son platos delicados? En todo caso, prometo no volver a blasfemar contra el respetable tamal y sus parientes.
Margarita Rosa de Francisco
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