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Mentiras

Las elecciones no les dejaron a Colombia, EE. UU. o el Reino Unido sociedades más democráticas.

Laura Gil
Tantas veces escuché decir que la gente tiene derecho a sus propias opiniones pero no a sus propios hechos. Los electorados de hoy demuestran lo contrario. Las mayorías se consideran con el derecho de inventarse sus propias realidades y, en las urnas, manifiestan que la verdad nada les importa. De Londres a Washington a Bogotá, la mentira se ha tomado la democracia.
¿No mintieron con descaro los promotores del No? Que la crianza de los niños estaría sometida a los lineamientos de una tal ideología de género en colegios y hogares, que los desmovilizados recibirían cada mes varios salarios mínimos, que una policía castrista perseguiría a los del No, que nuevos términos de expropiación fueron negociados, que el campesino se quedaría sin tierra, que los viejitos perderían sus pensiones y tantas mentiras más, dijeron y repitieron.
El gerente del No, despreocupado, describió una estrategia de tergiversaciones. Las cosas no acabaron luego del triunfo: en Madrid, el senador Uribe se atrevió a decir que la Unión Patriótica se autoexterminó. Uno no sabe qué resulta peor para la democracia: ¿las argucias de los liderazgos de mala fe, la ingenuidad de quienes se dejan engañar o el oportunismo de quienes, con plena conciencia de los hechos, callan ante la falsedad sistemática?
A la democracia no le va mejor en otras latitudes. En Estados Unidos, un mentiroso patológico consolidó un discurso falaz que tendrá repercusiones, sea quien sea el ganador de la contienda. Según el embustero, el presidente Barack Obama no solo fundó el grupo terrorista Estado Islámico, sino también lo financió. Donald Trump mintió sobre las tasas de criminalidad, el porcentaje de desempleo, la cifra del déficit, el pago de sus impuestos, las relaciones de su familia y muchísimas cosas más. De hecho, cuesta identificar una verdad que emane de sus labios. Hoy, un cuarto de los ciudadanos de Estados Unidos creen que Barack Obama falsificó su certificado de nacimiento.
La ‘política posverdad’, un término que Trump puso de moda, saltó a la vista con el brexit. Los dirigentes anti-Europa del leave abultaron desde la inversión británica en el mercado común hasta el costo del libre mercado para las empresas, pasando por el impacto de la inmigración, y hasta aseguraron que los británicos podrían guardar beneficios como circular, trabajar y vivir en la Unión Europea, aun sin membresía.
Juan Linz, el teórico de la democracia, sostuvo que esta se quiebra cuando la oposición actúa con más ambigüedad que lealtad hacia el sistema político y tolera o justifica la erosión de las reglas de juego y el uso de medios ilegítimos. El debate en democracia consiste en persuadir mediante la palabra, y no hay argumentación que valga si se basa en falsedades. Cierto apego a la verdad resulta esencial para la salud de la democracia.
Cuando Álvaro Uribe afirmó: “La victoria del No salvó a Colombia del castrochavismo”, dio muestras de dramatismo. Todo el mundo tiene derecho a interpretar situaciones, así sea de manera descabellada. ¿No erramos los del Sí cuando anticipamos el retorno a la guerra o descartamos una renegociación?
Pero la ‘política posverdad’ va mucho más allá de la exageración, la extravagancia o la equivocación en el análisis. Se trata de la mentira pura y dura, y sobre eso las campañas del No, del leave y de Trump dictaron cátedra, falseando contextos, inventando hechos y reproduciendo rumores. Son ejemplos de las oposiciones semileales de Linz, que arrastran a la democracia barranco abajo.
Las elecciones no les dejaron a Colombia, Estados Unidos o el Reino Unido sociedades más democráticas. Cuando la verdad pierde, no puede haber más democracia.
Laura Gil
Laura Gil
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