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El contratismo

Los caciques ya no van a Palacio y a ministerios a llevar hojas de vida sino a patinar contratos.

Mauricio Vargas
La detención, este jueves, por orden de la Sala Penal de la Corte Suprema, del senador de ‘la U’ Bernardo el ‘Ñoño’ Elías, por el escándalo de Odebrecht, sacudió al país político con una gravedad de pronóstico reservado. La sensación en el Congreso es que si el senador cuenta lo que sabe, provocará un terremoto capaz no solo de sacudir al parlamento, sino de hacer temblar al alto Gobierno.
No en vano, en estos años ha sido uno de los principales aliados del presidente Juan Manuel Santos en el Capitolio. Elías y su colega Musa Besaile, en la mira de la Corte por el mismo caso, aportaron un caudal de votos definitivo para que Santos pudiese derrotar a Óscar Iván Zuluaga, en la segunda vuelta de 2014, para la misma época en que decenas de miles de millones de dólares de la firma brasileña penetraron no solo el Congreso, sino la campaña presidencial.
Pero, mientras se define la suerte de Elías, Besaile y varios más, es oportuno preguntarse en qué momento el país pasó de enfrentar, hace algunas décadas, graves pero más bien aislados casos de corrupción, a que amplios sectores del Ejecutivo y del Legislativo quedaran atrapados en las redes de las coimas y los negociados.
Hace un cuarto de siglo, muchos congresistas pedían cita en la Casa de Nariño y en los ministerios para entregar las hojas de vida de sus recomendados. Buscaban colocar a esos amigos en los cargos para que, en retribución, familiares y allegados de esa clientela votaran por ellos en las siguientes elecciones. Era el clientelismo de los puestos, dañino en la medida en que aseguraba la llegada a la Administración no de los mejor preparados, sino de los mejor apadrinados, pero bastante inocente a la luz de lo que vemos hoy en día.
Ahora muchos congresistas van a los despachos del alto Gobierno no para entregar hojas de vida, sino para patinar multimillonarios contratos. En vez de un puñado de amigos en los cargos, van detrás de gigantescas comisiones que les garanticen no solo su enriquecimiento personal, sino tener la chequera popocha para comprar votos en la siguiente elección.
¿Cuándo se produjo el salto del clientelismo al contratismo? No es fácil poner fechas, pero, sin duda, hubo un punto de partida: la creación de los cupos indicativos, cuando Juan Manuel Santos se desempeñaba como ministro de Hacienda en la administración de Andrés Pastrana y necesitaba con urgencia la aprobación de un paquete de reformas para garantizar el equilibrio fiscal de un país que quedó al borde de la quiebra tras la crisis financiera del 98-99.
La intención no era mala: que los congresistas recomendaran al Gobierno incluir en la ley de presupuesto partidas destinadas a proyectos de inversión en sus regiones. Pero pronto los parlamentarios comenzaron no solo a sugerir esos proyectos, sino a pactar con los alcaldes y gobernadores que iban a recibir esas partidas qué contratista las debía ejecutar. Y ese contratista, a su vez, premiaba al congresista con una tajada del contrato.
Con el ‘boom’ de inversión pública de la década pasada, gracias a los altos precios de exportaciones como el petróleo, el mecanismo y las cifras se multiplicaron. Y con la necesidad de los presidentes de hacerse reelegir, lo mismo en 2006 que en 2014 –algo que ya no sucederá–, resultaba más urgente tener contentos a los parlamentarios para que le pusieran los votos al mandatario en trance de repetir: el contratismo, convertido en ‘mermelada’, se hizo endémico.
Si el país quiere ver un día la corrupción reducida a sus “justas proporciones”, como dijera el presidente Julio César Turbay con una claridad que entonces no se le reconoció, tiene que encontrar la forma de mantener a los congresistas apartados de la contratación. ¿Cómo? No lo sé. Sería un buen tema para que los presidenciables debatieran.
MAURICIO VARGAS
mvargaslina@hotmail.com
Mauricio Vargas
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