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Más Svetlanas y menos Vallejos

Ambos estuvieron en la Filbo y quedó clara la distancia entre sus profundidades y coherencias.

Es probable que Svetlana Alexiévich, la bielorrusa premio nobel de literatura, no sepa quién es Fernando Vallejo; es probable que nunca haya tenido el placer de emocionarse con las imágenes y la prosa magnífica de El río del tiempo (sobre todo con El fuego secreto y Los caminos a Roma), ni maravillarse con la furia catártica de El desbarrancadero. Creo que Svetlana se lo ha perdido, aunque cada vez menos, y ojalá si lo lee no empiece por El don de la vida.
Sin conocerlo, y sin querer, Svetlana le acaba de hacer un gran daño a Vallejo, simplemente coincidiendo casi en el tiempo con su presencia en la Feria Internacional del Libro de este 2016. Ella estuvo el jueves 21 de abril en el auditorio José Asunción Silva, de Corferias, y 48 horas más tarde fue él. Ambos tuvieron sala llena; ambos, ovaciones cerradas. Pero quizá se necesitaban más de 48 horas para no sentir la diferencia tan drástica de calado y hondura, de coherencia y búsquedas, entre él y ella.
Svetlana parece también provenir de una “mala patria”, una que la parió apenas tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, con lo cual tuvo tema en casa, en la escuela, en todas partes, para los 50 años siguientes, pero también fantasmas rondando el hogar, temores, tristezas para recordar, personajes para sus nostalgias. Cuando trabajaba como reportera en Minsk, en 1986, se incendió el reactor Lenin, en Chernóbil (Ucrania, pero cerquísima de Bielorrusia), y un viento desafortunado sopló fuerte, no hacia Kiev, no hacia Moscú, sino hacia la Rusia blanca, su país. Un total de 485 aldeas fueron afectadas y hubo que evacuarlas; 70 fueron enterradas para siempre.
Hoy, en esta pequeña nación, según narra ella misma, 7 de cada 10 habitantes de las zonas contaminadas están enfermos, los casos de cáncer se multiplicaron 74 veces, y la radiactividad durará un millón de años. Menos de una década antes, en el 79, la URSS decidió intervenir en Afganistán para preservar un gobierno comunista, adepto a Moscú. El padre de Alexiévich estuvo allí como militar, y ella también, como periodista. Hace 25 años le tocó vivir el colapso definitivo de la Unión Soviética; el fin de un imperio, de un predominio, de una utopía.
Cuando decidió escribir sobre todo eso, tuvo serios problemas con la clase política de su país (la escalofriante élite eslava) y optó por un exilio de 11 años en Alemania y Francia. Lo hizo sin alharacas, ni abjuraciones, ni cambios de pasaporte. Nunca le ha dicho “mariquita” a Lukashenko, ni “malparido” a Gorbachov, ni “vagamundo” a Putin. Nunca ha apelado a esas estrategias discursivas que siempre arrancan risas y aplausos en la galería, y prefirió desenmascarar (por escrito) el hermetismo siniestro de los políticos al ocultar el horror de Chernóbil, al mandar desaparecer los registros fílmicos de la evacuación de aldeas, al acallar a la prensa crítica y coaptar a los científicos para que mintieran, al esconder el número real de víctimas; y dejó registrado, también por escrito, el cinismo de esos políticos para mantener la ilusión imperial de un país donde muchos eran infelices pero vivían en una potencia mundial.
No parece ser una buena patria la que le tocó a Svetlana, como no lo es la que le correspondió a Vallejo (no lo pongo en duda), aunque frente al drama de ella, el de él parece la pataleta de un adolescente de clase media alta al que no dejaron ser director de cine. Svetlana solo tiene pasaporte bielorruso y no abjura de su nacionalidad, y ni siquiera de su mundo ruso (a la postre es su lengua y su cultura), y prefiere cuestionarlo, criticarlo con firmeza pero sin la estridencia de los calificativos, y más bien dejando que hablen con su propia voz quienes lo padecen, quienes lo lamentan en el desgarro más íntimo de la tragedia de existir, lo cual convierte todo esto en una poderosa herramienta política de reproche y recriminación. Y que el resto leamos y sintamos que allí hay una actitud que dignifica al ser humano en su dolor, a partir de la protesta de los humillados, los excluidos, las víctimas.
Para Alexander Lukashenko (presidente de Bielorrusia desde hace 22 años) debe ser una voz más incómoda la de Alexiévich, que para el establecimiento colombiano la de Vallejo, aunque llame “vagamundo” y “malparido” a Santos, y se burle de “Pastranita el locutor” o de “los huerfanitos de Galán”. Para la iglesia Ortodoxa podría ser una amenaza esta escritora, si algún día decidiera investigar y transmitir los pensamientos de muchos, pero no está en sus preocupaciones ni desvelos. ¿Para qué? Las iglesias ya no son lo que fueron en importancia e influencia, los juicios históricos ya están hechos y se les van sumando los últimos atropellos y delitos, pero sin tener que remontarse a los padres fundadores, a la Inquisición y a los holocaustos de animales. Para el mismo Dios (si existe, y si está preocupado por el mundo) debe ser una presencia más inquietante la de Svetlana, con su cuestionamiento silencioso por tanta catástrofe junta sobre un solo pueblo en menos de un siglo, que la actitud pendenciera de Vallejo casi clamando un “le doy en la cara, marica”.
La voz de Svetlana es sosegada, en ese idioma suyo que pareciera tener tantas consonantes y tan pocas vocales, y la usa para transmitir sobre todo lo que siente. No hay procacidad, pero tampoco hay culteranismos ni advocaciones eruditas. De vez en cuando, hace homenaje a su maestro Alés Adamóvich, el escritor y pacifista bielorruso, y menciona sin pretensiones, como hablando de amigos de fatalidad, a Chejov, a Dostoievski. Todo lo contrario a la extraña mezcla de Vallejo, que le ha valido tanto aplauso, al combinar madrazos con citas o llamados a Orígenes, a San Juan Crisóstomo, a Pablo de Tarso y a Flavio Josefo, o hacer digresiones filológicas y rematarlas con coloquialismos colombianos. Un maestro en gramática y un maestro en efectismo.
La bielorrusa también ama a los animales, e incluso se ocupa de su tragedia en la contaminación de Chernóbil, en la decisión penosa de abandonar a las mascotas cuando hubo que evacuar las viviendas, en la cacería que los soldados hicieron de los animales silvestres y también de los domésticos porque todos estaban irradiados. También se detiene a reflexionar que en la guerra no solo sufre el hombre sino la naturaleza y los animales. “Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible”. Y todo lo hace sin proclamar hermandades, o superioridades espirituales de aquellos y sin donarles plata de su premio Nobel.
Hace 20 años me inflamó el memorial de agravios de Vallejo; me sedujo esa erudición mezclada con desfachatez iconoclasta, y la mixtura de su rabia coloquial con la cultura desbordante; me emocionó con la reivindicación de los animales que escondía un alma misantrópica pero con un acento de ternura humana. Me atrapó su diatriba contra Colombia, contra Antioquia, contra esta patria de ladrones y pícaros. Me encantó su cantaleta contra la explosión demográfica, y sobre todo su embestida contra la iglesia Católica y su sordidez milenaria. Luego, en 20 años, lo escuché al menos cinco veces y sentí que era lo mismo; casi hasta los mismos giros y los mismos recursos retóricos. No entendí si volvió a ser colombiano o dejó de serlo; esperé críticas feroces contra México (su nuevo país), contra sus presidentes y políticos. Contra los tristes sucesos de Iguala. Contra el islam, en estos tiempos del fundamentalismo más abyecto. Nada. Lo mismo de hace 20 años.
La semana pasada, luego de escuchar a Svetlana, y luego de oírlo a él, sentí que la bielorrusa, sin conocerlo y sin saberlo, me había terminado de matar la ilusión por mi antiguo paisano.
SERGIO OCAMPO MADRID
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