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¿Madres comunitarias hoy?

Las madres comunitarias abrieron las puertas de sus casas para resolver un problema de Estado.

YOLANDA REYES
En 1986, cuando los jardines infantiles eran un lujo para la gran mayoría, el ICBF creó el programa de Madres Comunitarias. En esos tiempos, antes de la Convención de los Derechos de los Niños y de la Constitución de 1991, no se consideraba a los niños –y menos a los menores de 6 años– como sujetos de derechos, sino como criaturitas o personitas a las que bastaba con mantener limpias, alimentadas y ojalá lo más “quietecitas” posible.
Las madres comunitarias abrieron las puertas de sus propias casas para resolver un problema de Estado: el de cuidar a los menores de 6 años mientras los padres cumplían la jornada laboral. Y como muchos niños tenían problemas de desnutrición, el ICBF les daba a las madres comunitarias un suplemento alimenticio llamado Bienestarina y una platica para arreglar sus cocinas y adecuar, de alguna forma, sus salas a la actividad infantil.
Si bien ellas no tenían más formación que la derivada de ser madres, era una buena idea para las dos partes, pues las madres podían aprovechar su saber de mamás para cuidar a los niños vecinos y el Estado resolvía el problema de la nutrición y el cuidado. O eso creía.
Sin embargo, en este milenio, las neurociencias, la pedagogía y la economía cambiaron el sentido de esos dos verbos: nutrir y cuidar. Al demostrar el impacto de la intervención recibida durante la primera infancia en las posibilidades de aprendizaje y desarrollo de los niños (y, por consiguiente, en el llamado ‘capital humano’ de los países) se abrió paso el concepto de atención integral para definir el tipo de intervención necesario en la primera infancia, que involucraba, por supuesto, el cuidado (la salud, la alimentación y las condiciones higiénicas esenciales, entre otros aspectos), pero que incorporaba también la educación inicial como aquella específicamente orientada a potenciar el desarrollo de la primera infancia.
En este contexto, el programa comenzó a ser insuficiente, tanto por la falta de infraestructura de los hogares como por los niveles de formación de muchas madres, quienes, no obstante haber participado en procesos de capacitación esporádicos, requerían una formación profesional para trabajar en esos años cruciales en los cuales se construye una brecha entre quienes reciben atención integral y quienes no. Por eso, De Cero a Siempre, que comenzó como una estrategia de la Primera Dama, se convirtió en ley el año pasado, pero desde el primer gobierno Santos se había venido trabajando para hacer un tránsito gradual de los niños hacia los centros de desarrollo infantil y para profesionalizar a las madres comunitarias. Así, desde el 2014, los operadores de primera infancia contratados por el ICBF les hicieron a las madres comunitarias contratos con salario mínimo y prestaciones.
El proyecto de ley objetado por Santos, que pretendía vincular a cerca de 55.000 madres comunitarias a la nómina del ICBF como servidoras públicas, con carrera administrativa, es apenas la punta del iceberg de un problema que va más allá de la sostenibilidad fiscal –aunque pasa por ella– y que necesita una discusión técnica, sin apasionamiento electoral. Para resumir la pregunta, ¿tiene Colombia, en realidad, la voluntad política y la capacidad económica para asumir la atención integral a la primera infancia que propuso en la Ley De Cero a Siempre y que todos los políticos, incluido el Presidente, mencionan en sus discursos? Y a esa pregunta hay que colgarle otra: ¿es conveniente, en términos de calidad, no de elecciones ni de cobertura, mantener el programa de madres comunitarias como alternativa de atención integral a la primera infancia?
Lean con cuidado, encuentren sus respuestas y bienvenido el debate.
YOLANDA REYES
YOLANDA REYES
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