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Los perros ladran

De nuevo Europa, en Bruselas, sangre y dolor. Otra vez matan en nombre de quien no ordena matar.

ABEL VEIGA
El pánico sembró el latido amargo. El terror se adueñó de la fría mañana bruselense tras varias explosiones consecutivas en el tiempo. Sangre, olor a sangre y a pólvora. Los terroristas golpean de nuevo, atacan con rabia, aúllan en la noche que no termina. La amenaza deja de ser posible y creíble para convertirse en drama, en muerte, en horror, en sangre inocente derramada.
De nuevo Europa. Esta vez el corazón de la Unión Europea, en el país que ha vivido desde noviembre pasado en estado de alerta y sitio. Apenas unos días en noviembre, pero sin bajar la guardia. Se esperaba, pero como siempre, no se creía que esto sucediera. Otra vez una bomba en un aeropuerto, como años atrás hizo la barbarie asesina de ETA en Madrid.
Desde los atentados de París en noviembre, descubrimos que en Bruselas los perros se ocultaban, capaces de morder en la yugular hasta la muerte misma. Apenas tres días antes el hombre, por no llamar alimaña, más buscado era detenido. Otras alimañas han quedado sueltas, deambulantes o escondidas esperando, agazapadas, atacar a traición. Ocultos bajo su manto de ignominia y mentira, bajo sus consignas de hipocresía y terror del que nada dice su religión, ni suras. Pero interpretan el fanatismo que los envenena, el odio que les rezuma por los ojos, la llamada a un martirologio trufado de engaños, de frustración, de mezquindad e ignorancia.
Ellos son manipulables, porque toda jauría lo es; son teledirigidos desde afuera, viendo y manejando hilos y situaciones, discursos fáciles en sociedades frágiles, desestructuradas y desintegradas. Rota la falacia o impostura de un multiculturalismo que nunca fue tal, descubrimos que barrios enteros en Europa son un caldo de cultivo procaz para los fanáticos, para reclutar, para instruir, para armar.
En medio de la noche ladran los perros. Silencio sepulcral, casi glaciar, que hace que su eco nos silencie por momentos. Estamos amenazados todos. También las sombras. No quisimos verlo hasta los atentados de Charlie Hebdó, cuando los lápices se quedaron huérfanos; cuando vimos la muerte en estado puro, mientras una bestia disfrazada de hombre asesinaba a quemarropa a aquel policía parisino tendido en el suelo, Ahmed, quien miró cara a cara el rostro de la muerte. Él tenía 42 años, otra vida truncada, otra familia también rota.
Herido, tirado en el suelo, recostado ante el sufrimiento y el latido apresurado de un corazón por el vértigo inminente de la muerte, cuando compasión y piedad eran inexistentes. Lo ejecutaron. Era musulmán también. Alguien que probablemente no disfrutaba con las irreverentes viñetas y dibujos de Hebdó, pero que respetaba. Era policía cumpliendo su deber en una Francia integradora y multicultural, aunque esta integración y esta multiculturalidad sean hoy extremas y débiles.
Le asesinaron en nombre de un Dios que era el mismo Dios de Ahmed. No puede existir contradicción más espantosa y más banal, pero la banalidad arendtiana del mal anida en las mentes de verdugos insensibles, adoctrinados, llenos de odio y con la convicción muy clara y marcada en sus entrañas de asesinar.
Ahora golpean a Bruselas, mañana puede ser cualquier ciudad de Europa, porque desgraciadamente lo que suceda más allá de nuestra Europa nos importa bien poco. Los atentados que diariamente están sucediendo en Oriente Medio, en el Sahel, en la guerra de Siria y en tantos y tantos lugares, son apenas un vano titular de segunda fila. No queremos ver. Son las sobras del ápape con que los perros disfrutan cada día, matando en nombre de quien no ordena matar. Blasfemia. En nombre de un Dios que no mata ni ordena el horror. Sólo el hombre mata, sólo la bestia mata, pero no siempre para sobrevivir.
ABEL VEIGA
ABEL VEIGA
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