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Los muertos pendientes

En dos años de tregua de las Farc, la tasa de homicidios no bajó de modo tan significativo.

Una gran noticia que Colombia puede mostrar es la reducción de su tasa de homicidios, que cayó en más del mitad este siglo, de más de 26.000 por año en 2000 a menos de 12.000 en 2016. A pesar de su fama de guerrerista, Álvaro Uribe es el mandatario que más la ha reducido: al llegar al poder en 2002, esa tasa era de casi 28.400, y cuando se fue en 2010, la dejó 15.013, gracias al desmonte de la estructura paramilitar y de la ofensiva que arrinconó a las Farc.
El presidente Juan Manuel Santos mantuvo la tendencia, y en seis años la redujo de esos 15.013 a poco más de 11.600, según los datos revelados por la Policía para 2016. Paradójicamente, durante ese año, cuando el cese del fuego de las Farc se mantuvo de manera impecable, la reducción en los homicidios se volvió casi marginal: de 25 por cada 100.000 habitantes en 2015 cayó a 24,4 en 2016, una baja valiosa pero de apenas seis décimas.
Aunque el Gobierno ha intentado jugar con la cifra de 2015 y mostrarla algunas décimas más alta para marcar una mayor baja, el de 25 homicidios por cada 100.000 habitantes es el dato oficial dado por la Policía hace 12 meses. Este intento de manejo de cifras demuestra que al Gobierno le preocupa que, en el año de casi absoluto cese de guerra con las Farc, la caída en los homicidios no haya sido muy grande.
Pero la realidad es tozuda: más de 24 homicidios por cada 100.000 habitantes, el doble de Costa Rica, más de tres veces el de Perú y seis veces el de Chile, es la cifra que Colombia mantiene tras desactivar la poderosa estructura paramilitar y con las Farc desmovilizándose y habiendo parado de matar. La conclusión es sencilla: en el país subsisten factores de violencia distintos a esos dos enormes aparatos que fueron responsables de los peores crímenes de la historia del país.
Para empezar, está el Eln, que se sigue burlando del Gobierno al mantener secuestrados y busca copar algunas de las zonas que dejan las Farc. Más graves aún son las bandas criminales, las que nacieron como herederas del paramilitarismo y las nuevas que ahora asumirán muchos de los negocios regionales de cultivos de coca y narcotráfico que operaban las Farc, bajo el liderazgo de antiguos mandos medios de esa guerrilla que han rechazado los acuerdos de La Habana.
A todo esto hay que sumar la gran cantidad de excombatientes, tanto del paramilitarismo como de la guerrilla, que se han movido del campo a la ciudad para continuar con la única actividad que conocen: el crimen. Este fenómeno explica las dificultades que algunas ciudades enfrentan para reducir su tasa de homicidios.
El denominador común de esta violencia es el narcotráfico. Como he dicho varias veces en esta columna, soy amigo de una legalización generalizada para eliminar el factor de prohibición que alimenta a estas mafias. Pero en el mundo de hoy eso es imposible, más allá de la legalización parcial en temas como la marihuana.
Por eso resulta tan grave que, justo durante los dos años del cese del fuego de las Farc (2015-2016) previos a la firma del acuerdo definitivo, los cultivos de coca se hayan multiplicado por cuatro, al pasar de menos de 50.000 a casi 200.000, según datos recientes. Ese mar de coca solo puede implicar más poder para las ‘bacrim’, más violencia y más muertos, en las zonas de cultivos y laboratorios y en los corredores de tráfico de cocaína.
Fue irresponsable que los ministros de Salud, Alejandro Gaviria, y de Defensa, Luis Carlos Villegas, terminaran con la fumigación aérea de esos cultivos sin poner en marcha una alternativa confiable. Ahora ese mar de coca alimenta a los criminales y es el principal factor para que la baja de homicidios se esté frenando. Está claro que el acuerdo con las Farc llegó, pero que de ahí a la paz hace falta mucho más.
MAURICIO VARGAS
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