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Los malos argumentos

Dejamos de discutir lo real para dedicarnos a descalificaciones insensatas que crearon muros.

Moisés Wasserman
A mí también me tomó por sorpresa el resultado del plebiscito. Por esa forma de autoengaño del pensamiento llamada ‘ley de los pequeños números’, llegué a creer que lo que yo oía en mi ámbito cercano representaba al país. Seguramente, las causas del fracaso del Sí fueron muchas. Yo veo como factor determinante el uso que se hizo de todas las falacias lógicas posibles. No me refiero a mentiras, que las hubo de lado y lado, sino a esos clásicos recursos retóricos que desde la Antigüedad han servido para callar sin convencer.
La familia más notable de falacias lógicas es aquella que se denomina ad hominem. En ellas la argumentación no se dirige a refutar lo que dice el oponente, sino a desacreditarlo. Tiene varias variantes interesantes, todas fueron profusamente usadas.
Una variante se conoce como tu quoque (tú también). El proponente plantea un argumento y el oponente responde diciéndole que no tiene derecho a decir nada porque alguna vez hizo algo parecido a lo que ahora objeta. Otra variante es una de descalificación por asociación. Él quiere proponer algo, pero anduvo con tan malas compañías que no hay por qué escucharlo.
Pero la figura más usada es la de ad hominem (abusivo); con ella se resuelve la discusión simplemente insultando al oponente. El ejemplo clásico es el de la discusión entre Quinto Cecilio Metelo Nepote y Marco Tulio Cicerón. El problema era muy serio: Cicerón había sido arbitrario al ejecutar a los rebeldes catilinarios, Nepote lo criticaba y quería llamar a Pompeyo para que recuperara el orden perdido en Roma. Cicerón era un “romano nuevo”, algo así como un nuevo rico de la época, sin alcurnia. Nepote quiso exponer ese hecho como si fuera un argumento, preguntándole quién era su padre. Cicerón, muy hábil orador, contestó que él lo conocía; en cambio, si Nepote le preguntara a su madre por el suyo, a ella se le dificultaría responder. Acabó así la discusión con grandes risas en el Senado, pero la acabó en toda su extensión. El problema dejó de ser el autoritarismo de Cicerón o los disturbios, para convertirse en el de quién tenía más problemas con su paternidad.
Nos pasó lo mismo. Dejamos de discutir lo real para dedicarnos a descalificaciones insensatas que crearon muros, y la gente (muy comprensiblemente) dejó de escuchar a quien la insulta o insulta a sus líderes. Discusiones muy interesantes, que se debían derivar de los acuerdos, confrontando posiciones filosóficas y teorías políticas y económicas, no se dieron porque asumimos el papel de Cicerón y de Nepote. La gente hubiera entendido esas discusiones y hubiera decidido más a conciencia porque no es bruta ni ignorante, al contrario de lo que dicen algunos “defensores de la gente”. De lado y lado hubo llamados a no leer. Nos contentamos con una propaganda que llamaron pedagogía, y que ofendía por su poca altura.
Los políticos pensaban que estaban haciendo campaña, pero en realidad hacían reuniones con quienes les aseguraban un aplauso y los vitoreaban cuando hablaban mal del otro. Los columnistas y líderes de opinión no se portaron mejor. Muchos, a quienes estimo y admiro, no podían terminar sus análisis sin un párrafo de insultos y descalificaciones. No se daban cuenta de que ese párrafo volvía inútil todo el resto.
Pensé que después de los resultados nos íbamos a sacudir y cambiar, pero tras un breve periodo, en el que pareció que se suavizaban las posiciones, han resurgido con fuerza los improperios. El resultado del plebiscito dice que ninguna de las campañas convenció. Que la intención de voto, anterior a ellas, permaneció sin cambios porque nadie escucha a quien lo insulta. Curioso que ahora se quiera arreglar las cosas usando el mismo método que las dañó.
Moisés Wasserman
Moisés Wasserman
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