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Libros tristes

La biblioteca colombiana de la infamia es larga. Abundan nuevas biografías de víctimas y criminales.

Una de las desgracias que aguanta Colombia hace cincuenta años contados, con los sicarios, versión moderna de los vetustos cazadores de cabezas; el terrorismo de los nuevos Atilas de la izquierda demencial; y las componendas de las embajadas, curias, cuarteles, tesorerías y cortes de justicia, es la proliferación de una literatura atrabiliaria cuyos autores recuerdan a los basuriegos. Un montón de deshollinadores de fogones privados, expurgadores de letrinas e inquisidores de tumbas ajenas, ansiosos por oír la música de alas de las cajas registradoras o simplemente las palmas de los lectores formados en la prensa vespertina, apestan el ambiente con historias de putas y asesinos, arrepentidos o no, escritas en pro de la remuneración, no de la verdad o la belleza de las cosas. Porque también hay una belleza del Mal, mal que nos pese. Como prueban Shakespeare y Homero, para poner dos ejemplos eximios entre los verdaderos cronistas de la maldad humana y nuestra fascinación por la violencia.
No sé si incluir entre esos libros perniciosos los que escriben a veces las víctimas de los campos de concentración de las guerrillas colombianas. Escritos para conjurar los recuerdos de la macabra experiencia. O por invitación de un editor que sabe dónde ponen las garzas del éxito editorial. Hace días decidí trajinar algunos. Y me decepcioné. Yo esperaba más maldiciones, más rabia. Más que las palabras manidas de cada día, otro lenguaje anormal y aberrado por inventar. Pero tal vez los avatares de un secuestro desbaratan a las personas y las disminuyen.
Una mujer escribió sus recuerdos del cautiverio en una prosa de perdonavidas que hace pensar en un Kempis con faldas; un exministro hizo de lo suyo una redacción de colegial que no consigue, como uno espera de un político, denunciar las humillaciones infligidas a la sociedad por una ilusión económica sostenida por la estulticia dogmática y la paranoia. Desde el infierno, el de los contratistas norteamericanos, es el mejor de los que leí. El único que presupone un editor profesional, la mano hábil del galeote literario capaz de recoger, incluso a partir de los retazos verbales de un tartamudo, un relato fluido e intenso: con la estructura de una novela de Faulkner, narra el cuento bajo la perspectiva de diversas miradas y está lleno de humor y sarcasmo, y de lo que llamó Nabokov los divinos detalles.
A veces humilla el reflejo condicionado del patriotismo. Como cuando se burla de los guerrilleros incapaces de marcar el paso en las paradas de sus campamentos y de hacer una fila como es debido. Poniendo en evidencia nuestra vieja inclinación al “deje así, que así sirve de todos modos”, y la pobre disciplina de quienes sin embargo aspiran a diseñarnos el futuro.
La biblioteca colombiana de la infamia es larga ya. Muchas víctimas contaron sus incursiones obligatorias en la degradación. Otros escribieron la crónica reciente del país infectado de memes extraños a su condición desde el principio, con aires de sociólogos o ínfulas de cronistas. Y la bibliografía no deja de crecer. Cada feria del libro ofrece nuevas biografías de ‘Tirofijo’, Bateman, Carlos Pizarro, Pablo Escobar, Dumar Aljure. Todas, el mismo testimonio de unas vidas equivocadas sin grandeza posible. Y las rotativas seguirán emitiendo confesiones a lenguasuelta de locos como Carlos Castaño, best sellers efímeros, que después de dos aleteos en las vitrinas de los libreros son sepultados por los que siguen. Pues es inagotable la materia de la perversidad de este hijo de Dios y una madre innombrable, y las amarguras que son sus frutos. Y todo para en un asiento minucioso en la contabilidad de un editor. Sin dejar una enseñanza que valga la pena, ni siquiera el regusto de la buena escritura. Y al fin quedan en el lector un vacío bobo de desconcierto y esa tristeza inútil que inspira la visión de unas medias rotas.
Eduardo Escobar
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