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Libros en llamas

Quien nació para la lectura no puede oír hablar de la muerte del libro sin sentir dolor.

Jotamario Arbeláez
Hoy tendría ciento un años como Nicanor Parra el antipoeta si no hubiera visto con esos ojos que dos años después habrían de apagarse como se quemaba su biblioteca, todos y cada uno de esos volúmenes que atesoró durante su vida, primeras ediciones suyas y de los apacibles clásicos de las lenguas y de sus incendiarios amigotes surrealistas, más los que recibió como herencia de su abuelo padre Ireneo. Dos años sobrevivió a sus cenizas. En ese lapso, abandonado su ya inhabitable departamento 105 de la calle Guadalquivir –donde se quedarían viviendo sus 15 gatos– por la casa de Coyoacán, y mientras la flebitis se agudizaba y empollaba un cáncer nervioso, se dedicaría a la relectura continuada y casi enfermiza de su herencia erótica titulada 'La llama doble', escrita tres años atrás sobre la misma cama desde donde contempló la conflagración. Porque si hay algo que queme más que el fuego es la pasión amorosa.
Horrible como la muerte de un hijo o ver la tala del árbol de cuya rama colgó el añoso columpio es ver trotar el fuego sobre esas miles de hojas de papel que te impresionaron. Quien nació para la lectura no puede oír hablar de la muerte del libro sin sentir cómo el lomo se le va erizando. Umberto Eco asegura que primero se fundirán las computadoras y/o colapsará la electricidad, por lo que habría qué retornar al libro y la vela.
Octavio Paz pasaba en duermevela esa noche decembrina del 96 al lado derecho de Marie-José, perseguido por el fantasma onírico de Donatien el Marqués de Sade, en cuyo más allá erótico había ahondado, en un libro que crepitaba. Ya por el aire se esparcían, sin que ninguno se apercibiera, el volátil y letal monóxido de carbono y las partículas carcinógenas contenidas en el humo. Súbito los despertó el ruido de unos platos al caer, provocado a consciencia, como se supo, por el gato Nagara, el mismo que habría causado el incendio al tumbar accidentalmente el calefactor de aceite. Corrieron por entre las llamas en busca de la salida, mientras el poeta veía arder 'Las 120 jornadas de Sodoma', 'La Roma de los Borgia', de Apollinaire; 'Opio', de Cocteau; 'la Antología negra', de Cendrars; 'El amor absoluto', de Jarry; las 'Cartas a Gala', de Eluard; 'El coño de Irene', de Aragon; 'Historia del ojo', de Bataille; 'La llave de las campos', de Bretón, como si estuvieran en un círculo del infierno. Desde ese día, Paz comenzó a morir. Y en efecto el cáncer ínsito en el humo se hizo presente.
Líbreme el cielo de compararme con Paz, pero a mí también se me incendiaron los libros, cuando viví con una astróloga que le ponía velas al sol a mañana y noche. Un día estábamos ambos por fuera. Se consumió la vela sobre la tabla superior del librero que contenía a Ray Bradbury. Cuando me allegué al edificio vi con pánico que por entre los vidrios astillados de la ventana del segundo piso que era la mía se escapaba humedecida humareda. El portero me dijo que se había desencadenado un incendio y que los bomberos habían entrado a gatas. Pusieron una escalera, rompieron los vidrios con el pico de las mangueras y apuntaron sus chorros contra las llamas que se desprendían de los biblos.
Cuando llegó la vidente le hice el reclamo con un poema que empezaba: “Cuántas veces te tengo que decir que no dejes encendidas las velas...”, retahíla que el poeta Jaime García Maffla, no sé qué tanto en broma o qué tanto en serio, consideró en una encuesta el mejor verso de la poesía colombiana contemporánea. Como por arte de magia, la arúspice logró salvar, planchando página por página, los libros anegados hasta hacerlos de nuevo manipulables y legibles. Afortunadamente, los libros en definitiva quemados fueron los de poesía colombiana, que los acuciosos autores no tardaron en reponerme con sentidas dedicatorias.
Jotamario Arbeláez
jmarioster@gmail.com
Jotamario Arbeláez
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