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Libro es libro

No creo que el desprecio y la indignación mejoren nada, y menos en nombre de la 'alta cultura'.

Dicen los que lo conocieron que Gabriel García Márquez tenía una superstición de escritor famoso en la que nunca flaqueó, y es que jamás firmaba un autógrafo sobre algo que no fuera un libro. Ni fotos ni servilletas ni brazos ni tetas, nada. El que quisiera llevarse a su casa esa letra redonda y perfecta, con una flor, tenía que ir a buscar un libro adonde fuera, cualquier libro.
La cosa llegó a tal extremo –me cuenta un testigo del hecho– que una vez estaba el maestro en una bomba de gasolina en México y se le acercó un muchacho y le dijo que por favor le diera un autógrafo para su novia, que ella lo adoraba. García Márquez le contestó que sí, que claro, pero que tenía que ser en un libro. El muchacho le dijo que era imposible, que él no llevaba ninguno allí.
“No sé: ve y buscas uno...”, le dijo el nobel. Entonces el muchacho corrió desesperado a su carro, escarbó como loco en la guantera, y de allí salió feliz con un santo grial que le puso en las narices al autor de 'Cien años de soledad': era el manual mecánico de su Renault 4. “Libro es libro, maestro...”, le dijo el muchacho, y García Márquez tuvo que escribirle quién sabe qué dedicatoria magistral, pues ese era su verdadero género literario.
Ahora: ¿son todos los libros iguales, valen todos lo mismo? Claro que no, obvio que no. Si así fuera, las bibliotecas carecerían de sentido, pues en ellas, para bien y para mal, rige la certeza implacable de que hay unas cosas mejores que otras. Y adorar por igual todo lo que se publica, con ese solo argumento, implica también la negación de la jerarquía y el valor –o no– de lo que leemos.
El problema está, claro, en que ese valor y esa jerarquía de las cosas, por universales que nos parezcan, dependen en últimas de cada quien. Lo que disfrutamos, lo que pensamos, lo que admiramos no es sino el reflejo de lo que somos, y nadie tiene por qué imponerle a nadie, en nombre de nada, qué es mejor o qué es peor, qué es más bello, qué es más importante, qué es más puro o elevado o legítimo. Faltaba más.
Quizás ya había dicho esto (porque uno de viejo se repite mucho), pero nada hay más estúpido que la superioridad moral, y la furia y la soberbia para exhibirla, del que cree que solo en sus gustos y pasiones está la definición perfecta de lo que las cosas deben ser. Lo demás es equivocación y ordinariez y vulgaridad ajenas; tontería, ignorancia, extravío. Como si el mundo fuera uno solo.
Ya saben ustedes lo que pasó esta semana, y que es lo mejor que le ha pasado a este país en muchos años porque lo tiene hablando por fin de algo importante. Vino un youtuber a la Filbo y sus seguidores la desbordaron con histeria y felicidad. Más que desbordarla la hicieron colapsar, como si ese fuera, porque lo es, el símbolo inequívoco de esta nueva época en la que lo digital está arrollando a las viejas formas de la civilización.
Y ese es un fenómeno que viene dándose así desde hace años, como una estampida. Por eso hay tanta gente aterrada con él: porque es imprevisible, ingobernable. En este caso del youtuber, además, la discusión pasó muy rápido del tema logístico a un juicio estético y moral sobre esa forma de expresión que muchos consideran decadente y vacía, casi pervertida. “¡Qué horror, cómo es posible!”, decían los iluminados.
Pero no creo, de verdad, que el desprecio y la indignación sean el camino para mejorar nada, y menos en nombre de la ‘alta cultura’, que siempre ha sido minoritaria y solitaria y que además no necesita que nadie la reivindique a la brava. No así.
Porque libro es libro, maestro, y hasta en el manual del Renault 4 florece la poesía. Lo vi en YouTube.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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