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Mitología nacional

Laura Gil
Son muchos los mitos arraigados en la conciencia nacional que impiden una aproximación más serena al fallo de La Haya.
En primer lugar, el meridiano 82 nunca fue un límite, sino una línea de referencia. Así lo afirmó la Corte Internacional de Justicia en una sentencia preliminar en el 2007. Pero no solo lo dijo este tribunal. En 1930, Colombia y Nicaragua canjearon instrumentos de ratificación del Tratado Esguerra-Bárcenas. Nicaragua lo caracterizó como un "tratado de límites" y fue el mismísimo gobierno colombiano el que lo corrigió, anotando que no lo era.
De hecho, no fue hasta 1969 cuando Colombia ejerció soberanía alrededor del meridiano 82. Que, desde entonces, Colombia, poco a poco, hubiese comenzado a tratar esta raya imaginaria como una frontera fue cuestión pura y exclusivamente unilateral. Bien documentadas están las protestas nicaragüenses.
Lo más grave radica en la falta de consistencia en este tratamiento. Mientras algunos gobiernos estimaron que el meridiano 82 constituía un límite en firme, como el de Turbay Ayala, otros, como los de López Michelsen y Samper, intentaron negociar una delimitación definitiva. Esto permite negar un segundo mito. Nunca existió una política de Estado en relación con el meridiano 82, algo que supo aprovechar Nicaragua en su primer alegato.
El tercer mito consiste en señalar a Nicaragua como país "camorrero". ¿A cuenta de qué caracterizar como agresor al país que buscó una solución mediante el derecho? Daniel Ortega podrá causar disgusto, pero no sobra recordar que fue Arnoldo Alemán, enemigo político de los sandinistas, el presidente que interpuso la demanda. La contraparte sí tuvo política de Estado.
Un cuarto mito gira en torno a la búsqueda de culpables. Muchos alegan que, si el gobierno de Pastrana hubiese denunciado el Pacto de Bogotá, al tiempo que retiró la declaración de competencia de la CIJ, Colombia se hubiese salvado. Simple y llanamente no es así. Los efectos del Pacto cesan un año después de depositada la denuncia.
Varios mitos son de más reciente construcción, como, por ejemplo, la idea de que el desacato de fallos es común y sin consecuencias. Seamos claros: en materia de delimitación fronteriza, ha existido dilación en el acatamiento de las decisiones de la CIJ, pero no desacato.
¿Y qué decir de las falsas expectativas que ha creado la Cancillería con su insistencia en los recursos de aclaración y revisión? El primero facilitaría la interpretación de la sentencia, pero no cambiaría su contenido, y el segundo no es procedente en tanto no hay un hecho nuevo que comunicar.
No será fácil hacer entender que no existe recurso jurídico disponible. La única salida para proteger los intereses de los sanandresanos reposa en la negociación.
Tampoco será sencillo acabar con estos mitos. Pero el mito que sí quedó inmediata e irremediablemente destruido es aquel que caracterizaba a la Cancillería como un ejemplo de experticia internacional. Con él, quedaron enterradas las ambiciones de Colombia como líder regional. El prestigio de una Canciller que dudó, se contradijo y no fue capaz de formular un mensaje coherente al país quedó en el piso. Faltó conocimiento, faltó aplomo, faltó peso político y faltó hablar con la verdad.
Nadie tiene la culpa del nuevo trazado fronterizo de Colombia: ni Juan Manuel Santos, ni Álvaro Uribe, ni Andrés Pastrana, ni María Ángela Holguín, ni ninguno de sus predecesores, ni, mucho menos, el equipo jurídico. Pero este Gobierno sí es responsable del errático manejo que le dio a una grave situación. Tanta improvisación no hizo más que ahondar la crisis.
"Sin guerra, no se reconoce al gran general; sin gran ocasión, no se consigue al gran estadista", dijo Teodoro Roosevelt. Aquí hubo gran ocasión y aún estamos a la espera del estadista.
Laura Gil
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