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La democracia tutelada

Laura Gil
La nuestra es una democracia tutelada por una institución con facultades extraordinarias. Hoy, la Procuraduría tiene capacidad de veto sobre las agendas de cambio social, y la estructura del Estado no ofrece barrera de contención ante este poder desmedido.
Arropado en la bandera de la lucha contra la corrupción y la defensa de los derechos fundamentales, el procurador Ordóñez destituye, sanciona y amenaza.
Los peligros de las potestades de la Procuraduría fueron ignorados durante décadas y las destituciones de autoridades elegidas se exhibieron como avances contra la corrupción y la ineficiencia. Una ciudadanía abrumada por la mala administración de los gobiernos locales y en busca de una mejor calidad de vida se mostró dispuesta a pagar el precio. Pero el costo resulta alto: el voto se está volviendo irrelevante.
La destitución de un alcalde constituye un atropello a la voluntad popular, cuánto más si la decisión se percibe como teñida de color político.
La reversión de un mandato popular, un procedimiento avalado por la Corte Constitucional, viola el ordenamiento jurídico internacional.
“Todos los ciudadanos tienen derecho a votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas”, reza la Convención Interamericana de Derechos Humanos. Este texto limita la reglamentación de esos derechos con base solo en algunas características del individuo, como edad o nacionalidad, y “condena, por juez competente, en proceso penal.”
La Corte Interamericana de Derechos Humanos recordó, en el caso López vs. Venezuela, que, cuando una autoridad administrativa restringe los derechos políticos, quebranta la Convención, un documento que constituye parte del bloque de constitucionalidad.
Si existió libre competencia o no, si el gobierno de Petro resultó eficaz o no o si la ciudad mejoró o empeoró, son todas cuestiones propias del debate democrático, pero no de proceso sancionatorio.
La gestión de Ordóñez está privando a la democracia de contenido porque pretende despojar a los votantes del derecho al error, sometiendo a nuestro régimen político, en el mejor de los casos, a un paternalismo malsano y, en el peor, al revanchismo político.
No voté por Gustavo Petro, pero hoy estoy tan indignada como quienes sí lo hicieron. Un esquema de aseo no se puede convertir en el pretexto para desconocer una voluntad expresada en las urnas, ni la ineficiencia puede ser esbozada como estandarte para truncar el proyecto político de quien llegó legítimamente al poder.
Reivindico el soberano derecho de electores y elegidos a errar como parte intrínseca de la práctica –y, ¿por qué no?, del aprendizaje– de la democracia. Si los habitantes de Bogotá estiman que Gustavo Petro se equivocó, la condena llegará en las urnas, y si el Alcalde cometió un delito, la balanza de la justicia hablará.
Gustavo Petro deberá ahora recurrir al recurso institucional disponible y no sobra recordar cuán violatorio del derecho al debido proceso este es: en contra de los principios de una segunda instancia, será el mismo Procurador quien fallará la reposición.
Diga lo que diga, al final, Gustavo Petro deberá respetar la sentencia disciplinaria. La calle no podrá reemplazar a la institucionalidad por perversa que esta sea, y, hasta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos restablezca sus derechos, Petro no será más que un fantasma político.
Pero quizás algo bueno emerja de su caída. Quizás ahora sí el país entienda que una verdadera democracia no necesita de la tutela de esta Procuraduría.
Laura Gil
Laura Gil
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