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Batidas en Bogotá

Laura Gil
Si usted es un joven varón mayor de 18 años de bajos recursos y no tiene resuelta su situación militar, camine vigilante por los sitios abiertos de gran aglomeración en Bogotá. Corre el riesgo de ser detenido por un uniformado, forzado a subir a un camión, dirigido a alguna unidad militar a cientos de kilómetros de la capital, quizás mantenido incomunicado y sin poder informar de su retención a sus familiares por días y días, y obligado a permanecer allí.
La alcaldía de Gustavo Petro acordó con la Brigada 13 la regularización del reclutamiento en la ciudad. Pero eso no puso a salvo a los jóvenes citadinos. Las ‘batidas’ han aumentado de manera inusual en Bogotá.
Batallones de Arauca, Bolívar, Boyacá, Caquetá, Casanare, Guaviare y Meta llegan para buscar evasores, transportarlos a sus regiones y así cumplir con su cuota de reclutados. Con frecuencia, los operativos cuentan con la colaboración de la policía de Bogotá.
La ley 48 de 1993 que reglamenta el reclutamiento no puede ser entendida “en el sentido de que otorga competencia a las autoridades militares para realizar ‘batidas’ indiscriminadas con el fin de identificar a remisos y luego conducirlos a los lugares de concentración, pues esta práctica implica incurrir en detenciones arbitrarias”, afirmó la Corte Constitucional en sentencia de noviembre del 2011.
Más claro no canta un gallo. Pero la violación de la ley no trasnocha ni a los comandantes militares, ni a la cúpula de la Policía, ni al Ministerio de Defensa, la autoridad política responsable. La jefatura de reclutamiento del Ejército se lava las manos.
Tampoco parece importar la legislación, pues hasta se llevan a víctimas del conflicto para quienes la Ley 1448 de Reparación y Restitución de Tierras contempla la exención del servicio militar como medida de satisfacción.
Cualquier pretexto sirve para negarles el beneficio jurídico. Que la declaración de inclusión en el registro único de víctimas no está actualizada, les dicen a unos; y a otros, que ella se expidió con tarjeta de identidad y no con cédula, una situación frecuente entre quienes apenas superan la mayoría de edad.
Mucho menos importa el reconocimiento legal de la objeción de conciencia que hizo la Corte Constitucional y espera aún reglamentación. Según la Administración Distrital, el Ejército ha reconocido a la fecha un solo objetor de conciencia.
Aunque la práctica cubre el territorio nacional, las ‘batidas’ se concentran donde existe mano de obra abundante. La misma división de reclutamiento se lo reconoció a la Corte Constitucional: “Si el pie de fuerza para integrar el contingente no es suficiente”, los muchachos “se conducen al Distrito y se procede a inscribirlos... y posteriormente son destinados y conducidos a la unidad donde deberán prestar el servicio militar”. En nada ha cambiado el Ejército su actuar.
Hace unas semanas, un muchacho desplazado por la violencia fue trasladado desde Bogotá a Calamar (Guaviare). Diez días después, cuando por fin logró obtener todos los papeles exigidos para obtener su libertad, le dijeron: “No lo podemos dejar ir hasta que encontremos su reemplazo”. ¿En qué país justo, moderno y seguro un ciudadano resulta retenido por las fuerzas del orden y termina en el otro extremo del país sin que medie consentimiento ni orden judicial?
Las ‘batidas’ se erigen como el drama silencioso e invisible de los estratos vulnerables, enterrado bajo la indiferencia de la clase gubernamental.
El servicio militar obligatorio resulta hoy un símbolo de la inequidad del país. Llegó el momento de acabarlo.
Laura Gil
Laura Gil
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