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La verdad

Es un concepto íntimo y estético, asociado a lo bello y a lo justo en el más clásico sentido griego.

“No hay nada más revolucionario que decir la verdad”, leí en un tuit hace poco. Es fácil estar de acuerdo con ese enunciado porque siempre que se dice la verdad hay algo sorprendente en el atrevimiento de revelarla. Estamos tan acostumbrados a mentir para el público en favor de la imagen codiciada por un narcisismo enfermizo que mostrar nuestra realidad tal cual es resulta temerario y además es considerado un acto de heroísmo y valentía extremos. Como si conducirse verdaderamente no debiera ser de por sí un impulso espontáneo y común. Es motivo de noticia el que un taxista no se haya robado la plata que se encontró en una maleta abandonada descuidadamente en su carro, porque proceder con honestidad es exótico.
El acto de verdad por excelencia quizás sea el que se lleva a cabo dentro de uno mismo con absoluto rigor ético, sin valerse de inculpaciones ni venganzas, al asumir la total responsabilidad sobre lo que se piensa, se dice y se hace, usando las palabras precisas, sin eufemismos ni metáforas.
La verdad es un concepto más elevado que la franqueza o la sinceridad, a menudo contaminadas con rabia o con una envidia indigesta que no ha despuntado en la conciencia de quien se jacta de “decir la verdad en la cara”. La verdad es un concepto íntimo y estético, asociado a lo bello y a lo justo en el más clásico sentido griego. Como gesto, es pacífico y restaurador, no siempre asistido por las palabras. No creo que haya que gritarle a nadie “unas cuantas verdades”. Quizás convenga no hacerlo ni siquiera con nosotros mismos, sino traducirlas a un lenguaje inteligible para el alma, de modo que puedan curar el engaño al que con tanto fervor nos aferramos.
Aprender a vivir con verdad es sin duda un acto valiente. No soy yo un ejemplo de esto. Parece inevitable formar parte de la cadena de mentirosos que pueblan este planeta, al volverme cómplice de los montajes publicitarios que convierten nuestra vida diaria en una farsa. No obstante, es posible insistir en el propósito de ser decentes y contradecir la lógica de la triple moral que compartimos socialmente sin ningún pudor. Desmontar la mentira sobre la que construimos nuestra vida demanda el grado más alto de humildad y respeto por nosotros y por los demás. Ser personas íntegras es un placer que no podemos negarle al espíritu. Si el mundo miente, démonos el gusto de no ser como él.
MARGARITA ROSA DE FRANCISCO
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