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La rabia pasiva

A diferencia de los países vecinos, en Colombia la corrupción no ha desatado marchas callejeras.

MAURICIO VARGAS
Este jueves, miles de personas marcharon por las calles de Panamá pidiendo cárcel para los corruptos. Algo similar ha ocurrido en estos meses en Perú, donde la justicia ya ordenó la captura del expresidente Alejandro Toledo e indaga a otros exmandatarios y a funcionarios de varios gobiernos sucesivos. En Brasil, millones salieron a las calles cuando estalló el escándalo Lava Jato, que derivó en la caída de la presidenta Dilma Rousseff y en el encarcelamiento de gran número de líderes políticos de varios partidos y de algunos de los más poderosos empresarios, por el pago de coimas a Petrobras y a otras compañías estatales.
Aunque en Brasil hay varias empresas involucradas, el denominador común con los demás países de la región es la firma brasileña Odebrecht, que montó una multinacional de coimas a cambio de contratos, en una operación que ya manchó en Colombia a los tres cuatrienios recientes. La diferencia es que en nuestro país no ha habido manifestaciones y la indignación de millones de colombianos solo se ha expresado, por ahora, en las redes sociales.
En el caso del presidente Juan Manuel Santos, la discusión está centrada en si un millón de dólares procedentes de Odebrecht y entregados por el exsenador Otto Bula tenían como destino su campaña de reelección en el 2014 o el pago de una coima para que la administración Santos favoreciera a Odebrecht en un contrato de infraestructura. El Gobierno se ha alegrado de que Bula aclarase que no le consta que la plata fuera para la campaña, como si fuera mejor que el dinero haya sido para sobornar al entorno del mismo Gobierno. ¡Qué desbarajuste en la escala de valores!
Pero volvamos a la gente. La indignación contra la corrupción de los grandes partidos impulsó enormes manifestaciones y un prolongado plantón en la Puerta del Sol, en Madrid (España), en 2011, que sirvieron de inspiración a lo ocurrido luego en Brasil y otros países latinoamericanos. La excepción, repito, es Colombia, donde no obstante la evidencia del pago de más de 11 millones de dólares a altos funcionarios e intermediarios por parte de Odebrecht, la protesta no se ha tomado las calles.
Las próximas elecciones pueden ser una oportunidad excepcional para que un populista de derecha o de izquierda atraiga millones de votos con un rabioso discurso anticorrupción. El caso de Podemos en España, el triunfo del brexit, el avance de la extrema derecha en Francia y la victoria de Donald Trump ilustran cómo, ante la indignación de millones, un agresivo populismo puede rendir frutos. En Colombia, la candidata verde Claudia López y el senador del Polo Jorge Robledo están agitando la bandera anticorrupción, y de seguro otros aspirantes asumirán el mismo tono.
Pero ¿tendrán éxito? A pesar del 8.000, Ernesto Samper no se cayó, a diferencia de lo ocurrido con otros presidentes en Brasil, Perú, Argentina, Ecuador y Venezuela, en los años noventa y en la década siguiente. Por alguna razón, en Colombia la respuesta de la gente ante la corrupción es la indignación, pero no activa sino pasiva. En esta campaña puede ocurrir que el discurso anticorrupción, no obstante atraer la atención sobre los candidatos que lo usen, termine ahuyentando a los votantes de las urnas porque “todos los políticos son hampones y no hay solución”.
Es evidente que los presidenciables tienen que denunciar el escandaloso avance de la corrupción. Pero si se limitan a ello, si no plantean salidas no solo frente a la corrupción sino frente a la pobreza, al caos de la salud, a la inseguridad, al exceso de concesiones judiciales y políticas a los violentos, al atraso en infraestructura, terminarán por dispararse en el pie, pues los votantes que al principio atraigan se quedarán en casa el día de las elecciones.
MAURICIO VARGAS
MAURICIO VARGAS
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