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La mujer, otro pecado

El terror soterrado al primigenio poder sexual de la mujer es milenario como la existencia humana.

“Su vicio eran las mujeres, las joyas y el trago”. Cuántas veces no hemos oído decir esto refiriéndose a los excesos mundanos de algún alegre y pintoresco patán. Es una frase muy común en las crónicas periodísticas y en las conversaciones, que por lo trillada ya viene con anestesia, pues a las mujeres como parte de un listado de extravagancias ya no nos duele, al ser otra expresión insultante cristalizada por la costumbre.
Ya se ha debatido bastante el tema de la mujer objeto y su “cosificación”, palabra suficientemente definida y explicada en el discurso feminista. Lo que me parece interesante señalar es que el mito del hombre objeto no existe, ni el hombre cosa. El hombre de leyenda no tiene connotación de pecado, ni se lo identifica con la sinuosa serpiente símbolo de tentación, ni se habla de él en los clichés como nuestra “debilidad”, ni nuestro “vicio”, ni su cuerpo contonea esa curva misteriosa y maldita que provoca y enloquece incautos, sean brutos o inteligentes. El hombre no tiene “eso” escondido que obsesiona, intriga e impulsa a romper todos los límites para ser descubierto, violado, sometido. El hombre jamás es exhibido como trofeo de nuestras conquistas sexuales.
La fuerza primitiva de la mujer mítica radica en su incontestable poder erótico, y, con él, si sabe usarlo, puede dominar el mundo masculino a su antojo desde la sombra y con el pulso de una cirujana. Así gobierna gobernantes y genera guerras apocalípticas. Por ser este un poder volcánico pero intangible, es temido con mayor agudeza, especialmente por aquellos que no logran ignorar con sabiduría el asombroso enigma del universo femenino. Parece que de este lamentable temor se sirvieron muchas religiones y culturas dominantes, cuyas fabulosas historias, escritas por hombres, plasmaron páginas y páginas de leyes “sagradas” y conceptos contra natura, desde inventarse una virgen para parir a Dios hasta prohibirles a los hombres tener contacto con mujeres que menstruan, por ser este un estado de “impureza”.
El terror soterrado al primigenio poder sexual de la mujer es milenario como la existencia humana; de otro modo no se explica que tantas civilizaciones coincidan en asociarlo con el mal y el asco. El lenguaje soez que usamos con tanta ligereza ilustra crudamente el alcance de ese enraizado mecanismo. Cuando algo es muy bueno es “la verga”; cuando no, “un coñazo”.
Margarita Rosa de Francisco
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